El misticismo carnal y lacerante se instala en el mundo fiscal de Salta

  • El Procurador General de la Provincia de Salta ha nacido para que lo aplaudan. De ello, apenas si caben dudas. No soporta las críticas, de ninguna forma que le sean dirigidas, y solo tolera que le soben la espalda, con cariño, pero fundamentalmente con sumisión.
  • Un dolor intenso y duradero

El apetito de figuración constante empuja a algunas personas a opinar públicamente sobre cualquier tema. Algunas personas piensan que mantener un contacto lo más estrecho posible con la actualidad lo convierte en un protagonista de su tiempo o le otorga un pasaporte seguro hacia la gloria, y es por esta razón, quizá, que cualquier ocasión es buena para oprimir el botón que convoca a la prensa lugareña más dócil y dar rienda suelta así a la libertad de opinar, sobre lo que a uno le plazca.


Pero cuando alguien padece de una debilidad de esta naturaleza, debe saber que el exceso de opinión expone inevitablemente a quien incurre en ellos a los reproches públicos y que cuando estos llegan -sean fundados o no- uno no siempre puede ampararse en el socorrido estatuto del agredido.

Sin embargo, los salteños estamos acostumbrados a que el Procurador General de la Provincia, cada vez que aprieta el botón de la notoriedad pública, se queje de sus dolores, sus heridas narcisistas y de sus intolerables padecimientos.

Ayer, sin ir más lejos, le ha dicho al diario El Tribuno que está siendo objeto de «diferentes operaciones difamatorias»; que el cargo que ejerce (al que llama «función», como buen partidario del organicismo) es «sumamente delicado» y sus costos son «enormes y lacerantes».

Cualquiera que sin las debidas precauciones lea estas palabras tan sonoras y definitivas podría hacerse una idea equivocada acerca del trabajo de un fiscal general y de la responsabilidad que conlleva. La victimización, constante o intermitente, no hace más respetable un trabajo de lo que es. El servicio público es una actividad ingrata, casi desde siempre, y sus amarguras ya vienen contempladas en el sueldo.

Las críticas se pueden justificar o no. Pero lo cierto es que frente a quien solo esgrime ideas simples y brutales, de aquellas que sacuden las aguas de la razón como una piedra, frente al que exhibe sin pudores el placer de ostentar y ejercer el poder, es muy difícil reaccionar con el aplauso rendido. A veces, no queda más remedio que criticar el encono ciego o el orgulloso desplante de superioridad.

Si bien a estas alturas es ya un hecho que no todos lloramos por las sangrantes llagas en el amoroso costado del difamado y agredido funcionario, lo que cada vez se acepta menos es que hasta el más mínimo obstáculo interpuesto en el camino hacia sus designios sea para él «lacerante» (un adjetivo tremendo que sin embargo forma parte de su vocabulario favorito) y forme parte de campañas previamente orquestadas contra él.

Hasta hace poco, si alguien se proponía encontrar en los mitos y leyendas algún paralelismo con el eterno sufrimiento del Procurador General de Salta le bastaba con dirigir su mirada hacia los siete trabajos de Hércules. Pero desde que ha capturado un lugar central en la escena wagneriana el adjetivo «lacerante», pocas dudas caben acerca de que estamos ante un caso muy claro de transfixión o transverberación, que excede el terreno de los mitos populares y se interna sin complejos en los selectos dominios del misticismo religioso. Hasta el punto que dudo yo si este exceso de vanidad que aquí comento no es ya un asunto de la competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Cuenta la leyenda que Teresa de Cepeda y Ahumada, nuestra primera Doctora de la Iglesia, cierta vez vio a su izquierda un ángel en forma humana, que dedujo, por su aspecto, se trataba de un querubín. Y escribió: “Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”. “Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite”.

Entre esta dolorosa pero al fin y al cabo placentera experiencia mística y los padecimientos íntimos del Procurador General de Provincia de Salta hay solo seis siglos de diferencia, que no son óbice sin embargo para que la laceración y los quejidos sean prácticamente los mismos.

Para ciertos cometidos «funcionariales» resulta a veces un poco chocante sacar a pasear la cultura propia y demostrar, por ejemplo, una lectura provechosa de los grandes místicos. Veamos, si no ocurre así en el siguiente texto.

«Un nuevo y horroroso femicidio ha provocado indignación y consternación en mujeres y hombres de Salta. A la vez, este nuevo crimen desafía y nos acusa a dar una lucha frontal, sin tregua, pausa ni medida a ese flagelo instalado en la sociedad, llamado violencia de género y su nefasta y peor consecuencia: los femicidios. No podemos seguir permitiendo, ni tolerando que se naturalice el horror como forma de vivir, ni el miedo como manera de callar ante la ignominia. Próximos a cumplir un año de gestión y nos comprometimos en forma total y desinteresada como objetivo estratégico a dar esa batalla».

El anterior párrafo no ha sido escrito ni por Santa Teresa de Jesús ni por San Juan de la Cruz, sino por el Procurador General de la Provincia, al que dicen no gustarle los «epítetos», pero que cuando tiene ocasión habla sin filtro de «horrorosos femicidios», de esos «flagelos» que provocan «indignación y consternación», «nefastas consecuencias» y hasta «ignominia»; todas pequeñeces que él se ha juramentado combatir en una «lucha frontal, sin tregua, pausa, ni medida». Esto, más que poesía épica -que así parece- es misticismo puro.

Las turistas francesas

En la misma entrevista del diario El Tribuno a la que nos referimos, el Procurador General de Salta ha dicho, con el énfasis gauchesco que lo caracteriza: «Nada nos habrá cambiar de opinión, ni abandonar el objetivo de alcanzar el juicio y castigo a los culpables».

No cabe dudas de que estamos ante un ser inflexible, como la vara de metal ardiente que atravesó las entrañas de Santa Teresa de Jesús, pues, aunque vengan degollando, él no cambiará de opinión. La suya ha llegado para quedarse y perdurar.

Pero hay aquí un pequeño detalle. O dos. En un Estado de Derecho -aun en uno precario como el salteño- la persecución de los delitos, cualquiera sea su gravedad, no depende de la «opinión» de ningún funcionario. La ley obliga a los fiscales a perseguir los delitos, sin darles la posibilidad de elegir unos y desechar otros. La ley puede decir que el homicidio cometido por un hombre contra una mujer es más grave que el homicidio con inversión de roles, pero los fiscales tienen el deber de perseguir ambos, con las mismas herramientas y con la misma dedicación.

Un fiscal, ni cualquier otro que opere en nombre de la ley y para realizar sus intereses, puede prometer una lucha «sin medida». Su medida es la ley, como la palabra del protagonista de aquella vieja canción del mítico José Alfredo Jiménez.

Si el que suscribe estas líneas fuese juez de la Provincia y leyera en un diario que el fiscal general pide a los jueces que «acompañen sus peticiones y no obstaculicen las medidas investigativas que llevan adelante las fiscalías», saldría inmediatamente a contestar semejante desplante de soberbia. Porque entre pedir el «acompañamiento» para los soberanos criterios fiscales y pedir la supresión definitiva de los juzgados de garantías hay una diferencia mínima.

Los jueces de garantías existen, precisamente, para poner límites a las fantasías fiscales; es decir, para poner obstáculos, cuando estos sean necesarios e imprescindibles para respetar las garantías de los justiciables y su derecho a un proceso justo y equitativo. Por esta sencilla razón no hay luchas máximas en el mundo fiscal, aunque sí, según parece, mucho bolero: «No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey».

No se puede prometer que «nunca se abandonarán las investigaciones anteriores», cuando de hecho los fiscales de Salta -antes y después de que el actual Procurador General jurara su cargo- han renunciado a adoptar cualquier medida de impulso en relación con la investigación judicial de la violación, tortura y asesinato de las dos turistas francesas.

Hay que ser realistas, y más que ello, sinceros, puesto que no se debe olvidar que allá por 2017, cuando el actual Procurador General era juez de la Corte de Justicia y a él se le reclamaba una actitud más frontal y valiente para esclarecer el crimen de estas dos jóvenes, respondía diciendo: «Ese es un asunto que compete a los fiscales. Son ellos los que deben velar por la legalidad y regularidad del procedimiento».

Ahora que el fiscal es él, no solo parece que se ha olvidado de lo que ha dicho y firmado en 2017, sino que promete resolver los delitos «en tiempo real y presente» (ni Scotland Yard o el teniente Columbo han conseguido algo parecido) y hacerlo «cualquiera sean sus autores»; es decir, sin tener en cuenta la cara del cliente. La contradicción entre el dicho y el hecho no puede ser, pues, más evidente.

El Procurador General de Salta clama a gritos que nos dejen investigar libremente los femicidios anteriores«». Pero las preguntas que hay que hacerle son ¿quién se lo impide?, ¿se refiere usted a todos los femicidios anteriores o solo a algunos? Debería decirlo, debería señalar con nombre y apellido a quienes mediante maniobras, ajenas al ejercicio regular del derecho de defensa, se interponen entre la actividad de los fiscales y el hallazgo de la verdad, que es un objetivo que -aunque cueste un poco decirlo- ya existía antes de que el Procurador General jurara su cargo. Y, lógicamente, debería decir también por qué algunos femicidios le parecen «aberrantes» e investigables aun más allá de la razón y de la lógica, y por qué otros son peccata minuta para él y el resto de los fiscales.

Si de verdad lo que quiere el Procurador General es «lograr una sociedad más justa y más libre», si es sincero su propósito de «no escatimar esfuerzos ni voluntad», no le queda otro camino que mandar a reabrir la investigación judicial del crimen de las turistas francesas.

Porque nadie en Salta, con un mínimo sentido de la decencia y el decoro, puede pintar un escenario de libertad y de futuro sin haber hecho los esfuerzos y adoptado las decisiones mínimas necesarias para que se esclarezca el que, de todos los hasta aquí conocidos, ha sido sin dudas el crimen más «cruel, salvaje y brutal» (los adjetivos pertenecen al inagotable repertorio del propio Procurador General) que ha ocurrido en Salta; el que más ha repercutido en el mundo entero y el que mantiene a Salta en el peor lugar posible entre los espacios civilizados de la Tierra.

Mientras el Procurador General no proceda en el sentido indicado, sus palabras acerca de los «horrorosos femicidios» nunca sonarán creíbles ni convencerán a nadie, salvo a algún beato que ande en busca de una deidad menor para dirigirle sus oraciones vespertinas. Mientras el crimen de las turistas francesas siga impune y sus perpetradores continúen en libertad, la vergüenza fiscal se convertirá en esa inflexible y ardiente vara de metal que atraviesa la carne y que provoca un dulce dolor «lacerante».

Escrito y publicado en Madrid, España, el 3 de mayo de 2020, Día Mundial de la Libertad de Prensa.