
Desde el optimismo irresponsable del gobernador Roberto Romero (fabricante reconocido de los más absurdos e irrealizables planes de «grandeza») hasta el realismo irreductible del gobernador Gustavo Sáenz («ha llegado el momento de decirle a los salteños que Salta es pobre»), se intercalan diversos enfoques, estrategias y actitudes frente al mismo fenómeno.
En esta línea se inscriben el sombrío pronóstico del gobernador Roberto Augusto Ulloa («Salta es una provincia inviable»); la pérfida indiferencia del gobernador Juan Carlos Romero («siempre hubo pobres acá») y la triste manipulación mediática de la pobreza extrema para alimentar la egolatría y el narcisismo que llevó a cabo el gobernador Juan Manuel Urtubey, el menos interesado de todos, quizá, en acabar con esta auténtica lacra social.
Pero Sáenz no solo ha dado un salto de calidad en dirección hacia la necesaria admisión de una realidad que nos duele pero que intentamos esconder. El nuevo Gobernador ha decidido que una parte de la lucha contra la pobreza extrema sea «un asunto militar» y por tal motivo ha convocado a los altos mandos locales del Ejército para librar este combate.
La intervención castrense puede ser beneficiosa si se plantea como un recurso excepcional, limitado y de urgencia. Debemos admitir, para empezar, que nuestros militares no están especialmente preparados ni han sido formados para, de la noche a la mañana, ejercer de aguateros de pueblos ardientes y sedientos. Aunque el auxilio militar pueda traer algún alivio en el corto plazo, su permanencia en el tiempo y su integración silenciosa en los mecanismos regulares del Estado degrada a los militares al rango de bomberos, y, sobre todo, devalúa nuestra democracia hasta límites bastante peligrosos, pues transmite al mundo la idea de que el gobierno civil es incapaz de solucionar problemas si no es con el auxilio de una fuerza armada.
A nadie escapa el hecho de que en los dos últimos años se han producido sucesos políticos y debates que han vuelto a poner sobre la mesa una preocupación renovada por el protagonismo que los militares y el mundo castrense adquieren en las precarias democracias del continente.
Desde luego, hay factores estructurales, como los indicadores de desigualdad y violencia en algunas regiones, que parecen justificar esta deriva. Salta, con la difusión de la pobreza y la extensión del narcotráfico, constituye un ejemplo paradigmático en este sentido. Pero si bien la intervención militar aparece muchas veces como necesaria, dista mucho de ser inevitable.
Al menos así sucede en el caso de Salta en donde se echa en falta una gran movilización de recursos, que no se limite al despliegue sobre el terreno de técnicos sanitarios o ambientalistas, de hospitales de campaña, pistas de aterrizaje y reparto de bolsones de alimentos, sino que se extienda a los científicos sociales, a los economistas, a los sociólogos y a los ingenieros (por nombrar solo a tres profesiones indispensables), que son los que pueden alumbrar soluciones estables y efectivas al mismo tiempo.
Después de la sucesión de dictaduras militares que atenazaron a los pueblos de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX, la preocupación académica por el retorno de las fuerzas armadas al poder ha ido en descenso. Pero en los últimos años han comenzado a aflorar estudios dedicados a analizar los cambios y continuidades de lo que ya se describe como «nuevo militarismo» (DIAMINT, 2015), el «retorno» de los militares en la región (KURTENBACH y SCHARPF, 2018) o el «nuevo amanecer» de los militares latinoamericanos (KYLE y REITER, 2019).
Pienso que antes de lanzar a nuestros militares a dar la batalla contra la pobreza o a fortalecer nuestra seguridad interior, es necesario advertir la coyuntura política que estamos viviendo y establecer con claridad las importantes diferencias con el periodo de las dictaduras militares, pues solo de este modo estaremos en condiciones de saber con mayor precisión lo que en estos momentos está en juego en las democracias de la región.
Si bien aún es prematuro hablar de una «remilitarización» de la política salteña, es deber de quienes nos dedicamos a observar y a reflexionar sobre los diferentes fenómenos políticos preguntarnos cómo y por qué se está produciendo un retorno de «lo militar» a la agenda política latinoamericana, y analizar qué consecuencias está teniendo este proceso sobre la calidad de las democracias de la región.
No estoy en contra de la intervención del Ejército en el combate puntual contra la pobreza extrema. Aunque me gustaría mucho más que el Estado hiciera una apuesta consistente por la profesionalización y modernización de nuestras fuerzas armadas, antes de utilizarlas para otros asuntos; y más todavía me gustaría que los civiles y los gobiernos que nos esforzamos en erigir fuésemos capaces de ocuparnos de nuestros propios problemas, aunque más no sea para demostrar que la sociedad civil organizada democráticamente no requiere del auxilio de la fuerza armada, sino en aquellos casos muy extremos relacionados con la defensa nacional, que por otra parte están muy bien previstos en nuestra Constitución.
Dicho en otros términos, que el mayor riesgo que nuestra democracia enfrenta a raíz de la creciente militarización de las decisiones públicas es que los ciudadanos pierdan aún más la fe en sus políticos y en sus gestores, y que piensen que vivimos en una sociedad tan dispersa y anómica que si no aplicamos la fuerza sobre algunos díscolos no habrá forma humana de solucionar los problemas comunes.
Este es un riesgo importante que por nada del mundo debemos perder de vista, y, al mismo tiempo, es una gran oportunidad para los militares democráticos de demostrar que los apetitos castrenses sobre el poder político son asunto del pasado y que el poder de organizar nuestra convivencia ha vuelto a manos de los civiles en 1983, para siempre.