
Dicen que soñar no cuesta nada y que la vida sin sueños es, en realidad, una pesadilla. Pero así como ninguna persona puede vivir solo de sus sueños, tampoco una sociedad puede hacerlo.
Llega un momento en que es necesario establecer una conexión con la realidad; y en el caso de Salta, esta realidad, que no conoce de ensoñaciones ni de caricias sanadoras, nos dice que nuestra Provincia es hoy la segunda más pobre de la Argentina, una de las más violentas, y uno de los territorios más postergados de todo el continente.
Sin embargo, los salteños, inasequibles al desaliento, se las han ingeniado para convertir sus fracasos y sus atrasos en motivo de orgullo. Todavía resuena en los oídos de algunos la triste frase del gobernador Urtubey, que, cuando quiso poner de relieve los factores culturales del machismo vernáculo, dijo que la violencia asesina contra las mujeres formaba parte del «acervo» cultural de los salteños.
Allá él si no conoce el significado del vocablo «acervo». Pero de aquella involuntaria (aunque brutal) enseñanza nos quedó la sensación de que tendemos a considerar valioso y digno de conservar todas las patologías sociales que arrastramos desde hace décadas y que somos incapaces de solucionar.
Cuando hablo del contraste entre la dura realidad y las fantasías, me acuerdo de los sueños, muy bien documentados en los diarios de casi todas las épocas, de convertir a la ciudad de General Güemes en puerto seco, de hacer de Salta una «ciudad inteligente», de progresar junto al «Norte Grande», de usar los puertos chilenos como propios, de crear un interminable «corredor bioceánico», de hacer explotar todo nuestro potencial minero, y de las famosas teorías del «gigante dormido», por solo citar a unas pocas fantasías. Todas ellas se dan de bruces con la falta de agua y de energía eléctrica en Tartagal en pleno verano, con la desgraciada situación ambiental del río Arenales, con la desnutrición, el hambre y la pobreza; con las inundaciones en verano, con los vientos huracanados en invierno, con las epidemias recurrentes, con la extraordinaria dimensión del empleo en negro, con la enorme planta de empleados públicos, con la falta de oportunidades en la educación, con instituciones que no funcionan en absoluto y con funcionarios que llegan a un cargo de responsabilidad sin tener la menor idea de por dónde empezar a remover la basura.
Salta existe, sí, pero descolgada del tiempo y del espacio, extraviada en el mundo como un niño desamparado que llora desconsoladamente. Salta no es real, en el sentido de que no tiene existencia objetiva. La Salta que amamos y de la que nos sentimos parte es una Salta meramente ideal, que no existe sino en el pensamiento y en la imaginación cada vez más fértil de aquellos que se aferran a la ilusión de un porvenir venturoso como a un clavo ardiendo.
El gobierno anterior ha demostrado que es más fácil gobernar la Salta ideal que la Salta real, que presenta problemas más agudos y potencialmente más irresolubles. A la idea, en cambio, se le puede dar mil vueltas, siempre que se acierte a encontrar el lenguaje adecuado; sea este el lenguaje de los símbolos, como el que acaparó kilómetros durante el gobierno de Juan Carlos Romero, o el lenguaje de las palabras rebuscadas y huecas, como el que intentó, sin éxito, el gobernador Juan Manuel Urtubey, que resultó también ser un fiasco.
Los dos, en su momento y a su medida, compartieron el vicio de la fantasía y para ello agitaron delante de las narices de sus gobernados las imágenes de situaciones pasadas o de aspiraciones lejanas, con la clara intención de representar las cosas ideales de forma sensible o de idealizar aquellas pretendidamente reales, que la mayoría de los salteños jamás ha visto ni experimentado. Los dos (Romero y Urtubey, Urtubey y Romero) son responsables de haber alejado al millón y medio de salteños que ahora somos de la realidad que estamos condenados a vivir y que necesitamos combatir para soñar con seguir existiendo.
Y los salteños han tragado, lamentablemente.
Ahora, el gobernador Gustavo Sáenz anuncia su decisión de enviar a la Legislatura provincial un proyecto de ley para declarar la necesidad de reformar la Constitución de Salta, en base a un documento llamado «núcleo de coincidencias básicas».
Evidentemente, se trata de otra fantasía política destinada a gobernar la Salta ideal y no a solucionar los problemas de la Salta real.
Aquel documento, efectivamente, existe, pero las coincidencias que dice contener tienen tres particularidades que no se puede dejar de observar: 1) no son coincidencias, 2) no son básicas y 3) no han sido logradas en base al esfuerzo del actual Gobernador, sino que forman parte de un efecto de arrastre del poder, todavía intenso, de Romero y de Urtubey.
Reformar la Constitución de Salta y, más que esto, pensar que una reforma, cualquiera sea el tiempo de su elaboración y los sujetos encargados de practicarla, va a solucionar algún problema a los salteños, son también fantasías políticas.
Pero tienen una particularidad: son fantasías costosas, en dinero y en ilusiones. Abundantes, eso sí, en agitación y euforia, y potencialmente generadoras de una intensa movilización. Pero Salta ya no tolera más fantasías, aunque el consenso sobre ellas se aproxime a la unanimidad más cerrada. La razón de todos o del mayor número no nos libera del mundo irreal en el que dolorosamente nos hemos instalado.
Los que han salido a aplaudir con tanta alegría este nuevo intento de reforma de espalda a los ciudadanos, a sus necesidades y sus intereses, me recuerdan mucho a aquellos finados que hacen ilustrar la esquela de su fallecimiento con una foto sonriente de sí mismos; es decir, parecen encantados de haberse muerto.
Volvamos a las hemerotecas, hagamos un catálogo con los sueños rotos, con las promesas incumplidas, con las aspiraciones insatisfechas, con los delirios de grandeza, con los falsos motivos de orgullo; inventariemos los símbolos que hemos adoptado en los últimos años, armemos un glosario con las palabras a las que hemos deformado hasta volverlas completamente inútiles, hagamos un censo prolijo de las instituciones a las que hemos destruido poblándolas de personas huecas, mal intencionadas, peor preparadas o las tres cosas juntas.
Pongamos a parir a la Salta real, la que bulle debajo de las piedras, la que ama y odia detrás de los cartones, la que oculta su rostro más siniestro detrás de las cifras, la que nos habla y nos interpela todos los días acerca de nuestra miseria colectiva, que no alcanza a ser desmentida por la inconsistente prosperidad individual de algunos. Una vez que aquella Salta que se esconde detrás de los símbolos y la «institucionalidad» asome su cabeza por el canal de parto, estaremos en condiciones reales de pensar en una reforma de la Constitución que sirva para algo. Pero no antes; porque antes de reformar una constitución tenemos que acostumbrarnos a cumplir la Ley y esta es una costumbre que desgraciadamente no hemos adquirido. Si la hubiésemos adquirido, no habría ido nuestro ilustre Procurador General a pedirle al Gobernador que «suspenda» la aplicación de una ley sancionada regularmente por los representantes del pueblo.
Mientras tanto, cualquier operación de reforma (la más necesaria, la más oportuna, la más pausada o la más alocada) solo servirá para que un grupo de no más de 20 personas que se creen las dueñas de los mecanismos constitucionales, que se han autoconvencido de que mantienen cautiva en una mazmorra a la ciencia jurídica, y que piensan que de sus alambiques saldrán todas las soluciones que necesitamos, tengan carta blanca para seguir inventando fantasías como para alimentar un rolodex. Así, los salteños que vengan y los que se conviertan en adultos en las próximas décadas tendrán al menos una chancaca que chupar.
Que vayan sabiendo que algunos -entre los que me incluyo- no nos chupamos ni la chancaca, ni el dedo.