
Casi todo el mundo en Salta sabe hoy quién quiere reformar la Constitución y para qué.
Entre quienes lo saben muy bien figura, lógicamente, el Gobernador de Salta, Gustavo Sáenz, un hombre sin cuyo concurso ninguna reforma podría ser posible en estos momentos.
Es por esta razón que Sáenz debe elegir entre convertirse en instrumento del conservadurismo seudoreformista (el mismo sector que, más allá de los compromisos y las complicidades circunstanciales, lo sigue mirando como un lucky loser y pretende hacer de él un Gobernador puente entre dos grandes periodos de autoritarismo desparpajado) o conquistar su propia madurez política dando una lección de prudencia, de aplomo y clarividente sabiduría.
Si Sáenz elige ser él mismo y renuncia a convertirse en el vibrador íntimo diseñado para satisfacer las pulsiones onanistas de los que se llaman a sí mismos «dueños de la Constitución», deberá poner en vereda a los que anuncian reformas fantasiosas, precedidas de consensos inexistentes, y ponerse a trabajar en un proyecto inclusivo, que forzosamente habrá de ser lento y laborioso, para que la Constitución de Salta sea un eficaz instrumento de progreso social y no simplemente el «estatuto del político» o la yuxtaposición de parches institucionales, como pretenden los precipitados reformistas.
Es evidente que la Constitución de Salta necesita una reforma profunda. Pero cuanto más profunda y urgente sea la reforma que necesitamos, más inteligencia colectiva, más estudio, más tecnología y más tiempo debemos invertir para llevarla a cabo. Ser los primeros ya no asegura en Salta la primacía o el acierto. En materia constitucional no son los primeros los que ganan la batalla sino -curiosamente- los últimos.
No debemos perder de vista ahora, igual que no lo hicimos en 2018, que la Constitución es un instrumento de los ciudadanos y al servicio de los ciudadanos, y que no merece, por nada del mundo, ser tironeada o manoseada por presuntos expertos, que solo buscan acomodar la legalidad constitucional a sus cambiantes deseos y a sus sinuosos intereses.
Sáenz debe elegir, por tanto, entre servir a los ciudadanos o hacerles caso a los que, a toda costa, quieren ver sus nombres impresos al final de la Constitución y en los manuales de 4º grado. Es, sin dudas, una elección complicada para un Gobernador que aún no lleva ni un mes en la oficina.
Pero son precisamente esta bisoñez y el clima entre enrarecido y eufórico de los primeros meses de gestión los que animan a los seudoreformistas a salir a la palestra y lanzarse a la aventura. Ellos saben, o calculan, que en 2022 Sáenz será ya un Gobernador fuerte, maduro y experimentado, al que no será fácil convencer que una reforma cosmética y relámpago es lo mejor que le puede suceder a Salta. Por tanto, para ellos, es mejor reformar cuanto antes, no vaya a ser cosa de que Sáenz cobre la dimensión histórica y política a la que está llamado a alcanzar.
Tres décadas de vigencia ininterrumpida han sido suficientes para que los salteños seamos más que conscientes que nunca de que la Constitución sancionada en 1986 nos ha llevado -quizá muy a pesar de ella- a ser la segunda provincia más pobre de la Argentina. Que debemos cambiarla no hay la menor duda.
Las preguntas a las que debemos responder ahora son: ¿quién deberá reformarla? y ¿cuándo?
Si le preguntamos a cualquier «constitucionalista» salteño (utilizo las comillas porque en realidad los comprovincianos expertos en la materia son muy pocos) si en 1986 estábamos en condiciones científicas e intelectuales de dotarnos de una Constitución moderna sin intervención de «sabios extranjeros», la mayoría de ellos responderá que sí, que ya en 1986 nuestros juristas pudieron tranquilamente haber elaborado una Constitución de progreso.
Pero la historia nos dice que el Gobernador de entonces no se fiaba mucho del nivel de nuestros juristas y prefirió por ello encargarle el trabajo a un experto del sur del país, una decisión que nos evitó, de paso, una serie de conflictos políticos internos que, de haberse producido, a buen seguro habrían bloqueado el proceso constituyente hasta hacerlo completamente inútil.
Creo firmemente en que debemos repetir la experiencia. Y que aunque nuestros juristas de andar por casa hayan afilado su pluma y adquirido conocimientos muy valiosos (no vale la pena discutir eso aquí), las futuras instituciones salteñas deben ser diseñadas desde afuera (ya veremos por quién), con criterios neutrales; es decir, alejados de las disputas partidarias, sean coyunturales o estructurales.
Me gustaría concluir esta reflexión recordando que en mayo de 2017, con ocasión de una visita a la ciudad de Oxford, en donde dos años antes se había celebrado el 800 aniversario de la Carta Magna, publiqué en estas mismas páginas un artículo en el que defendía que «la única probable salvación de la democracia salteña sea confiar a un sabio extranjero, neutral e independiente, el diseño futuro de nuestras instituciones políticas».
Decía entonces -y pido perdón por la pedantería que supone citarse a uno mismo- que «lo que aparenta ser una idea descabellada no lo es en absoluto, si tenemos en cuenta que en la mayor parte de las ciudades de la antigua Grecia y en las modernas repúblicas italianas, la costumbre era que los ciudadanos confiaran la legislación a sabios extranjeros; no solo por considerarlos más versados en ciertas disciplinas sino también más justos y más ecuánimes, en la medida en que no estaban inmersos en disputas locales ni ‘contaminados’ por los odios ancestrales que son propios de las sociedades de dimensión relativamente pequeña».
Finalizaba aquellas reflexiones recordando que Rousseau nos advertía que, a diferencia de las ciudades griegas, las repúblicas italianas y la propia Ginebra, Roma en sus bellos tiempos vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo a punto de sucumbir, por haber depositado en los mismos hombres la autoridad legislativa y el poder soberano.
Es tiempo de dejar de usar la Constitución como nuestro vibrador personal para proporcionarnos satisfacciones aisladas e intermitentes, y de empezar a pensar en ella como en una gran construcción colectiva cuyo proceso creativo debe ser tan amplio que no deje a nadie afuera. Sería imperdonable que algo así sucediera durante el mandato de un hombre como Gustavo Sáenz; y, desde luego, peor sería que las exclusiones obedecieran a rencores políticos, enemistades ancestrales o celos intelectuales.
En este tiempo de reformas, que deseo sea largo, animo vivamente a mis comprovincianos a conjugar en voz alta estos tres verbos imprescindibles: hablar, abrir y escuchar.