
Sin entrar, por el momento, a considerar la primera, diremos que la segunda sirve para designar cualquier decisión política con efectos sobre los equilibrios de la economía que no es del agrado de la izquierda.
De la existencia de ‘ajustes’ objetivos (esto es, definidos por la propia naturaleza y alcance de las medidas) se ha pasado súbitamente a los ‘ajustes’ subjetivos, que son aquellos que, con independencia de su contenido, se llaman con esta palabrita por el solo hecho de la ideología que profesa quien adopta una decisión política.
En otros términos, que si las decisiones son tomadas por Macri o por personajes cercanos a él en el espectro ideológico, aunque las decisiones sean expansivas del gasto público, para una gran parte de los ciudadanos serán ‘ajustes’.
En cambio, si quien decide las mismas medidas, o peores, es el peronismo kirchnerista, el asunto ya cambia de color, pues aunque el gasto público se contraiga de una manera traumática y el gobierno retire las ayudas a los sectores vulnerables que más las necesitan, ya no se puede hablar de ‘ajuste’. Ahora son «decisiones patrióticas y solidarias».
Veamos un poco más de cerca el asunto.
Si para luchar contra el hambre es necesario practicar un ‘ajuste’ brutal (como el que ha orquestado el kirchnerismo en la primera quincena de su retorno al poder) es que estamos ante una decisión política trascendental que merece o debe merecer los calificativos más excelsos.
Es decir, que los ‘ajustes’, que son los que provocan el hambre, son también la solución para esta patología social. Un poco raro, pero es así.
Si todo ajuste es, por definición, «malo», ¿por qué cuando los ajustes se practican para que se pueda conjurar la pobreza son «buenos»?
Es llamativo también que para hacer retroceder la pobreza extrema que amenaza el presente y el futuro de un tercio de la población argentina, previamente se deba hacer que la mitad más indefensa de la población sea un tercio más pobre.
En cualquier país en donde la lucha contra la pobreza es una prioridad, hacer una cosa como esta equivaldría a empezar a construir la casa por el tejado.
Queda por considerar la situación de lo que se podría llamar el «tercio afortunado» de la sociedad argentina, conformado por aquellos superpoderosos que no pagan impuestos, que tienen medios y recursos de sobra para evadir las normas tributarias internas, para guardar su dinero sin apenas remordimiento en paraísos fiscales o en cajas de seguridad hiperblindadas, para eludir la legislación laboral y evitar en todo momento que el gobierno tome medidas en contra de ellos.
Para este segmento de la población argentina (estimada muy generosamente en un tercio) no hay ‘ajustes’ ni buenos ni malos. Ellos, sencillamente, son inmunes. No hacen colas para comprar dólares, porque los dólares que le faltan al gobierno para pagar los servicios de la deuda los tienen ellos, afuera del país, a buen recaudo de perros y sabuesos.
Es decir, que la batalla contra el hambre la seguirán protagonizando los propios pobres (la solidaridad entre ellos tendrá que pagar como siempre el precio de la falta de libertad del voto) y las víctimas del ‘ajuste’ transferirán sus recursos en un 80% al «tercio afortunado» y solo un 20% a las clases más vulnerables.
Por este camino, la Argentina avanza sin mayores obstáculos hacia una sociedad menos cohesionada, con la solidaridad fracturada, con un gobierno obsesionado por el desarrollo del capitalismo de amigos, y, consecuentemente hacia una sociedad en la que aumentan a diario las desigualdades. En el plano económico, la Argentina avanza hacia una disminución planificada de la eficiencia que, para su inestable economía de mercado, ha supuesto el sistema público de bienestar.
Para hacer cosas como estas, también hay que tomar decisiones críticas que, mal que le pese a muchos, merecen ser llamadas igualmente con el controvertido y politizado nombre de ‘ajuste’.