El ‘hombro’ peronista, que tan pronto se pone como se quita

  • El nuevo gobierno del presidente Alberto Fernández somete a los argentinos a unas condiciones de vida draconianas, en nombre de una solidaridad que el peronismo se negó siempre a prestar durante el gobierno del presidente Macri.
  • Símbolo de la eterna resurrección

A estas alturas de la historia ya no caben dudas de que buena parte de nuestro fracaso como país se debe a la extraordinaria capacidad del peronismo para emponzoñar la vida social y política, sea mediante la conspiración desembozada cuando no gobierna, sea mediante la fantasiosa convocatoria a la felicidad y a la grandeza nacional cuando gobierna.


Como sugiere la letra de la polivalente Marcha Peronista, el movimiento popular surgido de los cuarteles en 1943 y reforzado con la aportación de las sacristías en 1963, se las ha arreglado para superar con holgura al capital, sin necesidad de «combatirlo». Y lo demuestra el hecho de que, desafiando las leyes más antiguas de la economía, el peronismo decide cuándo y cómo el país entra en crisis o se recupera de ella.

En la Argentina, es el peronismo el que propicia las crisis, el que las alimenta y aviva, y después es el que las soluciona (o dice solucionarlas), sin que en ninguno de los dos fenómenos influyan para nada los periódicos ciclos económicos del capitalismo. El peronismo no es contracíclico sino simplemente acíclico.

Pese a sus continuas oscilaciones, el peronismo sigue gozando de una gran audiencia electoral en la Argentina, como ha quedado demostrado en las últimas elecciones. Lo que desde afuera del país se juzga incomprensible y en cierto modo antinatural, para el argentino medio residente es algo normal; por no mencionar que para una cierta clase bien definida de personas la vitalidad imperecedera del peronismo es una aspiración, un objetivo a conquistar mediante la «lucha» y la «militancia», actividades que tienen en común la necesidad de señalar a un «enemigo».

Cuando el peronismo no gobierna (es decir, cuando no controla directamente las principales instituciones del Estado), su tarea y su misión consisten en que las cosas vayan a peor todos los días, que el clima social se enrarezca por horas, que la economía estalle y que aquellos pobrecitos a los que el peronismo dice proteger, desvelándose por ellos, vivan en la peor de las situaciones posible. En tal caso, el gobernante atribulado (el no peronista) solo puede intentar que el peronismo -especialmente su vanguardia sindical- «ponga el hombro» y les diga cómo hacer. Así le pasó a Raúl Alfonsín, a Fernando de la Rua y Mauricio Macri (tres presidentes que tienen en común el haber claudicado, de una manera o de otra, frente al corrosivo embate peronista). Cada vez que suenan las alarmas, los gobernantes no peronistas antes de entregarse, intentan convencer al peronismo para que «ponga el hombro», pero este siempre responde hundiendo al gobierno primero.

El peronismo siempre se ha negado a cooperar con sus antagonistas porque la inminencia del colapso de la economía y la proximidad del estallido social (no la cooperación, desde luego) son precisamente las que lo colocan más cerca de la reconquista del poder.

Cuando el regreso se ha consumado, y el soberano les ha devuelto la confianza, son ellos los que llaman a los demás a «poner el hombro», aunque la crisis la hayan provocado ellos. Sin diálogo y sin parlamento que valgan, el gobierno peronista recién recobrado impone a sus compatriotas unas condiciones durísimas de supervivencia, esperando que los demás las acepten encantados, como no lo hicieron ellos antes cuando la crisis nacional demandaba la adopción de medidas de similar dureza.

¿Es el peronismo más convincente? ¿Acaso es más legítimo? Es difícil saberlo. Lo que parece cierto es que el peronismo es mucho más cínico y más consciente de la impunidad que protege todas sus decisiones; especialmente las más bárbaras. El peronismo es más fuerte que la Argentina, pues puede hacer con el país prácticamente lo que se le antoje, pero el país no puede hacer nada parecido con el peronismo. Situaciones similares a esta son una rareza en el mundo en que vivimos (Turquía, Cuba), y aun en el mundo que acabamos de dejar atrás (la URSS, Camboya, México, etc.).

El peronismo argentino es una maquinaria gigantesca, milimétricamente diseñada para engatusar a la gente, para crear falsas ilusiones y definir objetivos grandiosos que generalmente nunca se alcanzan ni se alcanzarán. El peronismo es la negación de la sociedad, más que la negación de la libertad de los individuos que la componen. Para el peronismo la sociedad no existe y su reemplazo natural es la «comunidad organizada». Todo aquello que no funcione como el peronismo quiere o necesita que funcione debe ser extirpado de la sociedad, previa declaración de traición a la patria.

Prueba de esta negación filosófica de la existencia de una sociedad libre es el eterno pulso que el peronismo mantiene con la economía, del que emerge siempre victorioso, puesto que su habilidad se dispara cuando se trata de cuadrar los indicadores económicos, objetivo que es tan importante y excluyente para su nomenklatura que, para conseguirlo, poco importa que haya que militarizar los controles sobre los agentes económicos.

En pocos días (solo once, para ser precisos) la Argentina ha retomado con entusiasmo el camino del darwinismo social militarizado, cuya fase superior la mayoría de nosotros todavía no ha visto, pero que ocurrirá inevitablemente cuando nuestra economía roce los mínimos de Venezuela.

Cuando esto ocurra, la derrota electoral del peronismo volverá a ser un clamor y si su desplazamiento del poder se vuelve a producir alguna vez, el viejo movimiento creado por el coronel que supo seducir a los pocos obreros industriales de su época, desenterrará sus mejores argumentos conspirativos, volverá a negarse a poner el hombro cuando una nueva crisis sacuda al país y renacerá finalmente de sus cenizas, como el Fénix.

El peronismo, imperecedero y rocoso, simbolizará así para nosotros y para nuestra posteridad la renovación de la vida, y ocupará en nuestro imaginario simbólico el lugar que ahora ocupan el sol, el tiempo, el imperio, la metempsicosis, la consagración, la resurrección, la vida en el paraíso, la virginidad celestial y el hombre excepcional.

Vistas así las cosas, solo se puede decir que Perón, que no era mucho más democrático, al menos era bastante más modesto.