
No son muchos (comparados con los 45 millones que viven en el territorio nacional) ni muy influyentes, según se desprende del resultado de las últimas elecciones nacionales.
Entre los emigrantes hay, desde luego, hedonistas y bon vivants, pero también personas sacrificadas y meritorias que se han visto obligadas a dejar el país en el que nacieron, bien sea para procurarse un futuro mejor, para ellos y para sus hijos, y también una cantidad apreciable de ciudadanos y ciudadanas que buscan fuera de nuestras fronteras una mejor formación para poder trabajar mejor y servir, algún día, más eficientemente a su país.
Considerar al conjunto de la emigración argentina como «desertores» o como «súbditos de potencias extranjeras» es una peligrosa simplificación en la que suelen incurrir generalmente aquellos a quienes cierta xenofobia muy característica y bien difundida entre nosotros ha conseguido convencer de que la Argentina es el mejor país del mundo, no solo para vivir, sino también para padecer.
Es mentira también que las oscilaciones políticas no afecten a los argentinos que viven en el extranjero. A muchos, el encierro del país, el cepo, las restricciones cambiarias, los aranceles agravados aplicados a la importación de bienes les provocan problemas enormes, que muchas veces son más graves que los que deben enfrentar todos los días los que viven en la Argentina.
Muchos piensan también que los argentinos que viven fuera lo hacen estupendamente bien, que no hay ninguno que pase necesidades, y que por estas razones ven con cierta distancia las cosas, a veces escalofriantes, que suceden en el país.
No es cierto. De diez emigrados debe haber solo uno desarraigado, o quizá menos. Una enorme mayoría vive el país de una forma actual, tangible y palpitante, entre otros motivos porque las nuevas tecnologías favorecen el mantenimiento de los vínculos familiares y de amistad con el país de origen y porque las mismas tecnologías hacen muy difícil ignorar lo que pasa fronteras adentro.
Muchos residentes en el extranjero son capaces de admitir que las medidas que ha adoptado el recién asumido gobierno del presidente Fernández pueden sacar a la economía del país de su estancamiento. Pero incluso estas personas saben que las últimas decisiones de Fernández han colocado a la Argentina un poco más lejos de lo que estaba hace solo unos meses atrás. Cuando el país se cierra (teóricamente para crecer o recuperarse) se cierra para todos, incluidos los argentinos que viven afuera, que son las primeras víctimas de este tipo de medidas.
Lo llamativo es que ese millón de argentinos expatriados, con su actividad diaria, influyen muy poco en la marcha de los asuntos económicos, políticos y sociales del país. No son ellos, por supuesto, los responsables de nuestros grandes males. Sin embargo, ellos, sin recibir nada a cambio (pues es muy probable que la Argentina no los auxilie en su vejez con una jubilación) sufren de una forma muy intensa las medidas proteccionistas adoptadas por el gobierno. Y no tienen forma de reaccionar ni de defenderse, pues el Congreso Nacional -a diferencia de lo que sucede en otros países- no reserva asientos para representantes de los argentinos expatriados, aunque entre todos sumen una población aproximadamente igual a la de la Provincia de Salta, que tiene siete diputados en la cámara baja y tres senadores en la alta.
Al presidente Fernández, que perdió las elecciones en prácticamente todos los consulados argentinos en donde se constituyeron mesas receptoras de votos, tampoco le interesa particularmente entrar en contacto con estos argentinos, ni aun sabiendo que muchos de ellos podrían aportar grandes cosas a su gobierno. El Presidente parece empeñado en solucionar los problemas de los distritos electorales que le permitieron ganar las elecciones, que todo el mundo conoce cuáles son.
Llevamos casi doscientos años preocupándonos por las Islas Malvinas, en donde viven muy pocos argentinos, y sin embargo no se nos mueve un pelo por la diáspora, porque el argentino que emigra no solo «pierde su silla», sino también un lugar en el afecto y la consideración de sus connacionales. De ellos no se ocuparán jamás ni el gobierno ni las embajadas, para las cuales el residente argentino es más bien un estorbo. El gobierno nacional ha decidido hace ya tiempo (y no solo este sino también todos los anteriores) que los argentinos que viven en el extranjero se las tienen que arreglar solos.
Y eso es lo que están haciendo, por supuesto. Pero este destino fatal no quita que las medidas del gobierno que apuntan a cerrar al país, a blindar los privilegios sindicales, a rebajar la calidad de nuestra industria (con tal de que sea nuestra), a culpabilizar al productor agropecuario por la riqueza que produce y comparte, a penalizar al que ahorra en moneda extranjera, a que los consumidores tengan que conformarse con lo poco y mal hecho que se fabrica en el país y a que aquellos que se atreven a planificar un viaje de vacaciones al extranjero sean tratados como potenciales traidores a la patria, sean miradas con enorme desconfianza por otros compatriotas, respecto de los que cada vez y más injustamente se coloca a la Argentina más lejos de sus corazones.