
En algunos lugares, como España, se ha llegado al extremo de proponer la creación de una especie de supremos comités de la verdad, integrados por periodistas y editores, para que sean ellos -nada menos- los que se encarguen de juzgar, filtrar y clasificar las noticias que difunden otros medios de comunicación.
Otro tanto sucede en Francia, país en donde un medio de comunicación como Le Monde ha lanzado a sus expertos a la caza de las fake news a través de una herramienta on line a la que se ha dado el nombre de Décodex y que funciona como un URL checker. Basta con decirle a Décodex la dirección web de una noticia para «saber» al instante si un sitio web cualquiera o la fuente de su información es o no fiable.
Pero los esfuerzos en este terreno parecen haber trascendido el espacio informativo nacional, pues Estados, universidades y empresas -especialmente los gigantes tecnológicos- están invirtiendo ahora mismo grandes recursos en el desarrollo de algoritmos capaces de detectar noticias manipuladas. Sin embargo, esta tecnología todavía embrionaria necesita de detectives humanos para encontrar la información falsa que circula por la Red.
La autoridad moral es imprescindible
El principal problema que afrontan este tipo de experimentos es que la lucha contra la desinformación organizada -así como la que algunos han entablado para denunciar agujeros y déficits en la calidad institucional de determinado sistema político- es inviable sin autoridad moral.Es especialmente inviable cuando quienes pretenden asumir una posición moral superior sobre otros ejercen el mismo oficio que los supuestamente «vigilados» y cuando se pretende que el juicio último sobre la verdad, la mentira o la calidad de algo, dependa de personas que tienen intereses, ya sea en el mundo de la política o sea en el mundo de la comunicación.
La aparición, un tanto surrealista, de un grupo de políticos veteranos de Salta con una larguísima y muchas veces controvertida historia personal, que se presentan ante sus semejantes como los observadores más neutrales y asépticos de la calidad institucional de la Provincia, merece sin dudas los mismos reparos éticos que los grupos de periodistas o políticos que, desde una posición superior, pretenden erigirse en jueces de sus colegas en lo que a verdad y mentira se refiere.
No digo que en Salta no esté haciendo falta un esfuerzo por modernizar nuestras instituciones, sacarlas de su atraso y superar su crónica ineficiencia. Esto está fuera de discusión. Lo que me pregunto es si es razonable, en el mundo en el que vivimos, que esta tarea tan delicada sea asumida por unos señores que se han dedicado toda su vida a la política partidaria -que, por tanto, no son independientes-, que nunca han renegado de ella sino más bien lo contrario, y que en el ocaso de sus existencias vitales, cuando los tiempos aconsejan un apacible y discreto retiro de la escena pública, eligen protagonizar luchas políticas farragosas, sin aportar nada ni a la convivencia democrática ni al universo del pensamiento, sin renunciar a los oscuros sectarismos ni abdicar de las filias y fobias que desde siempre han motorizado sus actuaciones.
Deberíamos ser capaces de responder también a estas preguntas: ¿por qué ellos? ¿dónde está su autoridad moral para asumir una tarea como esta?
En las últimas elecciones que se han celebrado en Salta, tanto las nacionales como las provinciales, los «observadores» han guardado silencio y no se los ha visto participar, ni siquiera para criticar la absoluta falta de neutralidad de los procedimientos electorales, el pernicioso exceso de las candidaturas o la baja calidad de los aspirantes. Ingenuamente han creído que la política iba a fijarse en ellos, por sus cualidades, por su trayectoria, por estar ya más allá del bien y del mal; pero la política los ha ignorado olímpicamente, precisamente por esas tres cosas.
El último gran proceso electoral en Salta los ha dividido, como no podía ser de otra manera. Algunos -me consta- esperaban colocarse en algunas listas (esos mismos todavía hoy esperan que Sáenz se acuerde de ellos); otros tenían (quizá todavía tienen) la intención de formar un partido político propio, y otros, en fin, pretendían seguir apostando al «prestigio» aun ante la rocosa certeza de que personas más jóvenes y más ambiciosas estaban dispuestas a una lucha feroz por los pocos cargos en disputa.
Durante el año que concluye en apenas unos días, este heterogéneo grupo de adultos mayores iluminados renunció a lo que quizá mejor sabe hacer, que es comunicar ideas. Algunos de ellos han pasado más de la mitad de sus vidas -también me consta- soñando con tener una imprenta propia o con al menos un mimeógrafo (a poder ser, clandestinos) que les permitiera romper el monopolio de la comunicación en manos de un poderoso grupo periodístico local y llegar con su mensaje a audiencias más amplias que las acotadas mesas de café. Tengo la impresión de que en pleno siglo XXI siguen soñando con una Gestetner de los años setenta, como aquellos obreros socialistas españoles que en la década de los 90 del siglo pasado todavía creían que su deber era sintonizar las emisiones de la Pirenaica.
Sin embargo, cuando los tiempos y la tecnología nos proporcionan unas condiciones inmejorables para luchar contra el monopolio informativo, estas mismas personas, tan leídas y tan escritas, ante unas elecciones cruciales, decidieron que el silencio y la impavidez, fronterizos con la cobardía, eran la mejor actitud posible frente a una provincia en llamas, necesitada de ideas claras y de actitudes firmes y valientes.
Ellos son a la calidad institucional lo que Donald Trump es a la transparencia informativa.
Lo mejor que podrían hacer, casi todos ellos, es constituir un partido político, concurrir a las elecciones y pedir humildemente el voto de los ciudadanos en nombre de lo que ellos creen que es justo y correcto. Situarse por encima de la política, como grandes árbitros de asuntos importantes, es tan malo para ellos como para nuestra política.
Desafortunadamente, no hay en Salta, ni parece que lo fuera a haber en los próximos años, personas o grupos con la suficiente autoridad moral para convertirse en grandes jueces de la política o en críticos neutrales del funcionamiento de nuestras instituciones.
Por esta razón es bastante llamativo que esta obsesión por la observación neutral de la calidad institucional haya florecido justamente durante los últimos años del gobierno de Juan Manuel Urtubey, que pasará a la historia como el Gobernador más oscuro e ineficiente de todos los que ha tenido Salta. Durante sus tres mandatos, la calidad institucional de Salta ha alcanzado cotas máximas de degradación; y es llamativo, digo, porque si los observadores hubieran acertado en algo, esta es la hora de que en nuestra Provincia todo funcionaría un poco mejor. Y si la culpa fue de Urtubey, ¿por qué estos señores eligieron criticar a la Corte de Justicia y no al verdadero autor de nuestro descalabro?
Exactamente igual a lo que sucede en mundo del periodismo con la búsqueda de la verdad sucede en el mundo de la política con la búsqueda de la calidad institucional. De modo que es del todo inadmisible establecer este tipo de tribunales de honor, que solo se explican por la ambigüedad moral de unos y la soberbia de otros, que se se creen superiores a los demás.
En la sociedad en que vivimos estamos obligados a coexistir con burbujas en las que la mentira se disfraza de verdad, con políticos que se ponen la careta y para gambetear al desprestigio de su profesión se disimulan como «neutrales observadores». Tenemos que saber, sin embargo, que tanto la defensa de la verdad, como la de la calidad institucional, a menudo adoptan en casos como estos la forma de batallas para defender las verdades particulares que nos dividen.
Y en ese juego, el que estas líneas suscribe no entrará jamás.