
Evo Morales ha renunciado y se ha exiliado en un país extranjero. Su salida no ha sido ni regular ni pacífica, y tampoco ha sido muy digna que digamos para un jefe de Estado. Tras su forzada renuncia, Bolivia se encuentra en estos momentos en una situación institucional crítica y excepcional que es propia de los golpes de Estado aún no consumados.
Pero es inútil debatir ahora si la salida de Morales ha sido el resultado de un golpe de Estado. Muy probablemente lo sea, pero esto no cambia ni debería cambiar el curso de la historia.
Una definición clásica y ampliamente aceptada es la que nos dice que golpe de Estado (expresión calcada del francés coup d'État) es la toma del poder político de un modo repentino por parte de un grupo de poder, vulnerando las normas legales de sucesión en el poder vigentes con anterioridad.
Es decir, que para que podamos hablar de un golpe de Estado en toda regla debe haberse producido una sucesión consumada en la titularidad del poder político. Esta sucesión ha de ser -además de repentina- producto de la acción de un «grupo de poder» (un partido, una fracción) encaminada a lograr tal resultado, sin respetar las normas legales de sucesión vigentes.
En Bolivia -como ha sucedido antes con el argentino Fernando de la Rua en 2001 y con la brasileña Dilma Rousseff en 2016 (y solo por poner dos ejemplos más o menos cercanos)- se ha llevado a cabo un golpe de Estado dentro de la Constitución, que ha propiciado un cambio político traumático, aunque formalmente respetuoso de los mecanismos democráticos. En ninguno de estos casos el orden constitucional ha sido suprimido o interrumpido.
No ha habido -al menos de forma visible- militares que hayan tomado por asalto la sede del gobierno legal, ni generales o juntas que hicieran tabla rasa con la legalidad vigente, sino que la sucesión -el cambio político- se ha cerrado con la asunción del poder por parte de civiles constitucionalmente legitimados. La vieja concepción del golpe de Estado ha quedado, pues, desfigurada.
Lo que importa no solamente es que el cambio político se realice por los mecanismos y en los tiempos legalmente previstos, sino -y esto es sumamente importante- que los sustituidos no hayan abusado de su poder y que antes de que se produzca su salida no hayan desfigurado la democracia que les ha conferido legitimidad.
Lo que corresponde preguntarse en casos como estos es cuál es la forma no solo legal sino también moralmente legítima para acabar con un gobierno que utiliza los mecanismos del poder para bloquear la conquista del mismo por parte de sus opositores.
En el caso particular de Bolivia hay que reflexionar además sobre si la bondad o la eficacia social o económica de un gobierno son razones lo suficientemente poderosas para que el mismo gobierno, encerrado en su propia contemplación, se perpetúe, sin importar para nada la opinión de quienes no comulgan con él. Las dictaduras suelen ser muy buenas y eficaces, a largo plazo, y no por ello parece que se les deba renovar el crédito eternamente. Con las democracias debe pasar lo mismo.
Parece lógico que si hoy condenamos lo que consideramos una ilegítima expulsión del presidente de Bolivia, en nombre de los mismos valores también deberíamos haber condenado en su momento los abusos de poder, la opresión y la vulneración de las reglas democráticas cometidas por el mismo presidente, en nombre de su mayoría o de su «buen gobierno». Si no lo hicimos entonces, pocos argumentos tenemos ahora para lamentar su caída.
Dos cosas deben quedar más o menos claras: 1) Que Evo Morales no debió caer de la forma en que lo hizo, y 2) que si bien fue un gobernante eficiente -aunque sumamente discutido por sus propios compatriotas- no debió haber traspasado ciertos límites.
Todo lo demás se puede opinar y debatir como lo están haciendo ahora no solo las redes sociales sino también medios muy respetables como el New York Times o The Guardian. Pero estas discusiones corren el riesgo de no llegar a ningún lado, así como de no arrojar luz sobre unos sucesos que se deben juzgar no solo desde una perspectiva jurídico formal sino también desde los argumentos morales.
Lo que corresponde ahora es abogar por una pronta normalización en Bolivia, con la celebración de elecciones populares limpias y transparentes, a las que se pueda presentar el presidente depuesto, si las normas internas o las decisiones judiciales así se lo permiten, y en las que puedan competir los partidos de la oposición con garantías de neutralidad por parte del poder político.