Los salteños asistimos al amanecer de un día que ya vivimos

  • El discurso contra ‘la vieja política’ se parece mucho, a mi entender, al elogio frecuente a ‘las mentes abiertas’.
  • La democracia desmoralizada

En efecto, así como tendemos a pensar que una persona es portadora de una «mente abierta», pero solo cuando sus ideas coinciden con las nuestras, tendemos también a etiquetar como «la vieja política» a cualquiera que sea diferente a la que nosotros practicamos. Los «viejos» siempre son los otros.


Y la verdad es que, si nos fijamos bien y analizamos las cosas desapasionadamente, como corresponde hacerlo, comprobaremos sin mayor esfuerzo que la política se mantiene más o menos igual que siempre, a pesar del ímpetu de sus cíclicos y recurrentes «renovadores».

Lo que ha cambiado -y mucho- son las demandas ciudadanas, y todavía más que estas la forma en que se expresan frente al poder. Nuestras sociedades se han vuelto mucho más complejas y son cada vez menos homogéneas. Pero esto no cambia la esencia ni la raíz de la política: cambia en todo caso la forma en que la política responde a los nuevos desafíos.

Los electores no seleccionan a sus preferidos diciendo: «¡Ah! Este representa la vieja política, no lo voto». Los criterios para votar o dejar de votar a alguien son muy variados y han ido cambiando a lo largo del tiempo, pero parece que hay alguien en Salta que no se ha dado cuenta de algo tan elemental como esto.

Viejos no solo son los trapos sino también los discursos.

Por ejemplo, me parece no solo asombroso sino hasta chocante que un candidato a Gobernador con destacadas cualidades personales, con notable habilidad política y muchas ganas de enfrentarse a los desafíos del futuro, como lo es Gustavo Sáenz, haya decidido comprar y aplicar en su campaña las rancias recetas de ese alquimista de las más oscuras alcantarillas del poder que se llama Juan Pablo Rodríguez.

Ya digo: es asombroso, chocante y triste, pero lo que es más grave y preocupante es que ese inconfundible discurso de «vamos a llevar el progreso a cada rincón de mi amada Salta» constituye una razón importante para no votarle a Sáenz, y eso, al primero que debería preocuparle es al propio Sáenz, que se arriesga a cometer una equivocación enorme, tanto en la selección de sus colaboradores más inmediatos como en su relación con los intendentes muncipales.

Cuando muchos pensábamos que los últimos meses de 2019 coincidirían con el amanecer de una nueva era en la política de Salta, ese discurso mentalmente retrasado -entre otras señales- nos indica con bastante precisión que la democracia de Salta, precaria y tembleque como casi nunca en su breve historia, no experimentará los cambios profundos que necesita para sobrevivir en los próximos cuatro años. Lo que se respira en el ambiente son aires de continuidad y no vientos de ruptura.

La democracia, una promesa incumplida

Muchas veces he contado en estas mismas páginas que el primer recuerdo claro de mi infancia fue el accidentado traslado preventivo de mi madre y sus hijos más pequeños a la localidad de Coronel Moldes a finales de 1962 a raíz del enfrentamiento entre Azules y Colorados, que mantuvo a mi padre firme en Salta junto a un pequeño grupo de civiles dispuestos a defender la legalidad esperando la anunciada acometida de los Colorados. Desde entonces la democracia ha sido para mí una promesa o una ilusión, más que una realidad tangible.

Y no solo en Salta, pues si bien he conocido mejores democracias en otros lugares del mundo, también he sido testigo directo de su deterioro y de su creciente incapacidad para resolver los problemas que nos afectan a todos.

Pero me siento obligado a decir que la democracia de Salta, de la que me siento -vaya uno a saber por qué- parte responsable y protagonista muy a pesar del tiempo y de la distancia, esperaba mucho más de lo que ha dado y está dando de sí.

Estoy seguro de que si en 1963, en lugar de haber propiciado con el voto la creación de gobiernos débiles y vacilantes, tutelados por los militares y condicionados por los intereses de la corporación sindical, hubiésemos acertado a copiar a las democracias más eficientes de aquel momento, construyendo un sistema de convivencia equilibrado que colocara las presiones militares y sindicales por debajo del interés general, nos habríamos ahorrado dos décadas de penurias, de inestabilidad y de crueles matanzas, y habríamos arribado así a 1983 con un sistema político homologable al de la mayoría de los países libres del mundo de entonces.

Pero ahora me doy cuenta de que el tiempo no garantiza nada, y que si en aquel momento hubiésemos tenido la claridad mental suficiente para emprender la aventura, el peronismo, con su vitalidad a prueba de bombas, habría impedido su éxito.

La democracia de Salta pronto cumplirá 40 años y, si nadie lo impide, serán 36 años de hegemonía peronista. Si algo ha cambiado en nuestra provincia en las pasadas cuatro décadas es que ahora la apacible localidad de Coronel Moldes, refugio seguro contra los tanques Colorados en 1962, es casi todo lo contrario. Y si no, que se lo pregunten a la intendenta Rita Carreras o al salvaje que le tiró la bomba por la ventana de su oficina. Todo lo demás sigue más o menos igual, sino peor.

Es una pena que personas que han venido luchando desde muy abajo y con mucho mérito para obtener su reconocimiento en una sociedad elitista, despreciativa y oligárquica se rindan ahora a la vulgaridad y a la codicia de quienes trabajaron incansablemente para impedir que llegaran. La política no consiste solo en sumar. La sabiduría enseña a seleccionar y, para ciertas personas, llegado el momento, la selección (es decir, la elección y el descarte) se convierte en una obligación fatal e ineludible.

El sueño democrático de Salta está roto desde hace tiempo. Pero muchos esperábamos que, con el tiempo, la política más sensata fuese de algún modo capaz de hacer limpieza y deshacerse de aquellos que contribuyeron a convertir en añicos las esperanzas de todos los que creímos que la democracia era una forma específica de moral.

Hoy, sin embargo, a 36 años de la restauración de la normalidad constitucional, la idea de democracia ha quedado reducida a una palabra mítica, rodeada de una aureola emocional, y poco más. La idea -si acaso más pura- de república va por el mismo camino. Se vota y se propone con la misma agitación y el mismo entusiasmo que tendríamos si la democracia se hubiese instalado ayer mismo. Todo lo que ha quedado detrás ya no existe, no sirve, y lo que pudiera venir mañana pues ya se verá en su momento. Somos puro presente y estamos condenados a repetirnos como en un bucle interminable.

Cuando el próximo 10 de diciembre haya cambiado el gobierno en Salta, comenzará una nueva etapa, sin dudas; pero no asistiremos al alba de una nueva era, como algunos ingenuamente han creído. Nuestra democracia no dará el salto definitivo hacia su consolidación y los poderes fácticos seguirán campando por sus respetos, entre medio de algaradas, aspavientos y falsos halagos calculadamente inducidos por un poder que se resiste a abandonar la escena y a ceder el protagonismo a los titulares de la soberanía.