
No pretendo decir que los salteños ignoran lo que sucede en el mundo circundante, que no están atentos y que no anticipan, más o menos, las consecuencias que a muy largo plazo los sucesos imprevisibles pueden tener sobre la vida provinciana. Lo que quiero decir es que, aun viéndolas venir, los salteños permanecemos inmóviles y estáticos, como aquel santiagueño del chiste que no tenía ninguna intención de levantarse de su siesta debajo del árbol ni ante la amenazadora presencia de un reptil venenoso.
Esa creencia tan difundida entre nosotros de que la bomba atómica lanzada sobre Salta rebotará en vez de estallar nos sirve como metáfora para dibujar las razones profundas que explican por qué los salteños, entre bostezo y bostezo, nos entregamos con entusiasmo a la tarea de imaginar el futuro de Salta, pero al mismo tiempo nos negamos a muerte a imaginar cómo será el mundo dentro de treinta o cincuenta años.
Nuestros políticos (solo para hablar de un grupo de gente relativamente dinámica e informada) trabajan sobre hipótesis muy simples y es por esta razón que para ellos es relativamente fácil saber qué es lo que harán en los próximos cuatro u ocho años. Lo mismo sucede con los economistas, los sociólogos y los intelectuales en general.
Todos, de alguna manera, están preparados para alcanzar el éxito en una sociedad estable y previsible, con conflictos tasados, de intensidad regular tirando a baja, y potencialmente exenta de mayores incertidumbres. Los gauchos, la Iglesia y carnaval, unidos por el hilo invisible de la política hacen el resto del trabajo; es decir, cumplen con la patriótica tarea de aislarnos del mundo con su exitosa promesa de que, en la medida de que seamos fieles a nuestras mejores tradiciones, nada va alterar nuestra calma secular, esa que nos permite hincharnos a empanadas y a torrontés así el mundo se venga abajo. Nada nos puede sacar de la huella recta: ni los terremotos, contra los cuales, como todos sabemos, tenemos suscrita una póliza que se renueva todos los años.
Delante de nuestras narices están cambiando la familia, el clima, el trabajo, las relaciones interpersonales, el rol de la mujer, la política, las aspiraciones de libertad, la idea de justicia, los equilibrios entre territorios, el contenido de la democracia y la participación de los ciudadanos en la construcción de la convivencia. Ninguna de estas cosas volverá a ser como las conocimos antes. Y lo que es peor: Nada hace pensar que acertemos a imaginar cómo serán dentro de quince o treinta años. El futuro de Salta está signado por dos palabras: perplejidad e incertidumbre.
A pesar de que muchos de estos cambios se perciben ya en Salta con una marcada intensidad, nuestra política, nuestro sistema social y nuestras escasas usinas de pensamiento siguen produciendo recursos para una sociedad estática, encapsulada, anclada en el pasado y ocasionalmente agitada por conflictos que no tienen que ver con la crisis de los tiempos que vivimos sino con una estructura social y territorial que ya era disfuncional a mediados del siglo pasado y que ahora ha sido desbordada por cambios que no solo somos incapaces de prever sino que en la mayoría de los casos nos negamos a asumir.
Afortunadamente, no somos los únicos que navegamos sin rumbo en un mundo en el que prácticamente han desaparecido las certezas y la confianza en la democracia se encuentra en sus niveles mínimos. Otros pueblos comparten con nosotros el miedo al futuro y sufren más que otros los vaivenes que vienen de la mano de grandes transformaciones del mundo que ellos ni propician ni controlan.
Pero mientras la mayoría de estos pueblos se esfuerzan por comprender los cambios, pugnan por cambiar de actitud frente a ellos, por anticiparse a las transformaciones cuando ello es posible, en Salta pensamos que la mejor respuesta consiste en una no-respuesta; es decir, creemos que lo más inteligente es afirmarnos en nuestra identidad (suponiendo que tengamos una) como si nada sucediera a nuestro alrededor.
Cualquier político que se ofrezca para gobernar Salta en los próximos cuatro años no admitirá nunca que no tiene la menor idea del rumbo que adoptará el mundo durante su mandato (lo cual por otra parte sería lo más natural) y, al contrario, afirmará que durante su gobierno Salta sacará el mayor provecho posible de sus riquezas ancestrales, tanto de las tangibles (normalmente inexplotadas y en permanente estado de latencia) como de las intangibles, como la belleza de nuestros paisajes.
El futuro representa un riesgo, cada vez más incierto, cada vez más amenazante. Quien en Salta se proponga dar un paso en dirección al futuro y no simplemente ser el administrador de las tradiciones ancestrales está obligado a asumir el riesgo de equivocarse y a pagar su error con la impopularidad.
Sin embargo, ningún político de Salta quiere asumir el riesgo de equivocarse por especular con el futuro. Prefieren pagar el precio de su error al intentar comprender el pasado y desde luego están dispuesto a cargar con los errores del presente.
Prefieren seguir pensando en la eterna e irresuelta tensión entre el interior y el puerto, en la puja cada vez más salvaje por los recursos escasos, en el pago más o menos puntual de los sueldos de la enorme legión de empleados públicos, en poner columpios en la plazas, en la acumulación continua de poderes cada vez más intensos pero al mismo tiempo cada vez menos útiles y efectivos.
Es decir, van a ir a lo seguro y van a intentar a pisar terrenos ya conocidos. Su inteligencia se va a focalizar en cosas tan sabidas como estas, sin arriesgar en lo más mínimo.
Y lo van hacer aunque el mundo dé mil vueltas alrededor suyo;, aunque las familias, los empleos, las mujeres, los niños, la comunicación, las relaciones, el valor, la moral y la estética hayan cambiado profundamente y a Salta no la reconozca ya ni la madre que la parió.