
Los grandes depredadores políticos de la historia no han sido conscientes de sus fechorías. Así ha sucedido con personajes como Genghis Kahn, Iván el terrible, Robespierre, Stalin, Pinochet o Pol Pot, que se murieron pensando que hicieron un gran servicio a los pueblos que tiranizaron.
Con Juan Manuel Urtubey pasa lo mismo, aunque su caso es un poco especial.
Casi todas las cifras por las que se puede medir la eficiencia de sus tres gobiernos al hilo son escandalosamente malas, lo que no sucedió por ejemplo con colegas suyos como Stalin, Pinochet o Hitler. Aun así, el hombre que en 2007 prometió a los salteños no caer en los excesos mayestáticos de su antecesor y acabar con el clientelismo político en Salta, se despide del poder formal sin reconocer que la Provincia que deja tras de sí es muchísimo peor, mucho más injusta, desigual y desvertebrada que aquella que prometió transformar para traer justicia y progreso.
Los gobernantes auténticamente democráticos, cuando se acerca el final de sus carreras, tienen por lo general el impulso de reconocer los errores cometidos. Urtubey no solo no lo tiene sino que con su actitud autocomplaciente demuestra que está más cerca de los grandes tiranos de la historia que de los hombres que contribuyeron, con aciertos y errores, al progreso y al bienestar de sus pueblos.
Si la situación de Salta hoy no es peor, es porque prácticamente todos los candidatos que se presentan a las elecciones han acordado «no hacer sangre» con Urtubey; al menos, no como este la hizo con Romero entre 2007 y 2015.
Ninguno de los candidatos que se presentan a las elecciones de hoy se ha animado a realizar un diagnóstico sincero de la situación de Salta, para no incomodar a Urtubey en su ya felizmente desecho sueño presidencial. A cambio, los candidatos han preferido hablar de cosas como la «nueva política», el «futuro de Salta», el «desarrollo industrial», la «reducción de las desigualdades» y generalidades de este tipo que sirven para evitar hablar de ciertas cosas muy dolorosas como los índices de pobreza y marginalidad social, la baja calidad de los servicios de educación y salud, los pavorosos indicadores de desarrollo humano, la creciente fragmentación territorial, la destrucción del aparato productivo, los privilegios del llamado «capitalismo de amigos», la postergación casi eterna de los pueblos y ciudades del interior, las cifras tercermundistas de violencia contra las mujeres, la falta de independencia judicial y legislativa o la creciente y aparentemente irreversible ineficacia de la Administración del Estado.
Urtubey ha pasado por encima de estos temas con la misma triunfal satisfacción que Aníbal atravesó los Alpes; es decir, como si hubiese cometido una hazaña destruyendo a Salta, sin ver en cada uno de aquellos desastres socioeconómicos más que la confirmación de su exquisita sensibilidad y su infalible acierto como gobernante.
Claro que para hacer algo como esto, no solo se necesita una cara de granito, sino también una gran capacidad para manipular el lenguaje y, a través de él, influir en el sentimiento de los ciudadanos, alterando su capacidad para ver la realidad. La conciencia del desastre consumado solo puede producir satisfacción en las personas enfermas de egoísmo que llevan algún tiempo evadidas de la realidad.
Pero de entre todos los fracasos de Urtubey (el uno más estrepitoso que el otro), hay uno que se lleva la palma: nuestro Gobernador no entrará en la Historia como él pacientemente planeó desde que creyó estar en posesión de cualidades extraordinarias y superiores a las de cualquiera de sus semejantes.
La Historia será implacable con él, no solo porque le ha tocado gobernar en una época en la que la información -cada vez más abundante- se puede rastrear con enorme facilidad, sino porque quien gobernó Salta a pata suelta durante doce larguísimos años no acertó a liquidar a sus más enconados contradictores. Y no porque no lo haya intentado, precisamente.
Quienes se van a encargar de que la Historia no reciba a Urtubey con los brazos abiertos están muy vivos; mucho más de lo que Urtubey le hubiese gustado que estén.
En los pocos meses que restan para que el actual Gobernador de Salta entregue el mando a su sucesor, los rasgos más siniestros del gobierno fantasma que atenazó a Salta en los últimos doce años se van a profundizar. Ya lo están haciendo.
A pesar de que Urtubey se ha esmerado por colocar a algunos de sus mejores amigos en los principales frentes que compiten en las elecciones provinciales, un ligero error de cálculo puede dejarlo muy expuesto. Las últimas decisiones que ha adoptado en relación a los jueces de la Corte de Justicia y el Procurador General son tan manifiestamente ilegales, que el próximo Gobernador puede retrocederlas sin apenas pagar costes políticos y con un mínimo esfuerzo de creatividad jurídica. Esta es una de las razones por las cuales ese gobierno solitario, mojigato y locamente enamorado de sí mismo que los salteños hemos padecido estoicamente tiene casi todo a punto para dejar cerradas y bien cerradas las vías por las que mañana se pueda revisar el pasado.
Para impedir que algo tan peligroso como esto suceda, a Urtubey no le ha quedado más remedio que hablar maravillas de sí mismo y de sus conquistas en materia medioambiental o de los derechos de la mujer, sin reparar en que su gobierno ha sido señalado a nivel internacional por los errores y excesos cometidos en ambos campos, y no ha sido premiado ni por sus aciertos ni por su esfuerzo, inexistentes los primeros, inútil el segundo. Pocos gobernadores como él se han enorgullecido de que Salta se haya convertido en objeto de observación y de preocupación por organizaciones internacionales por sus alarmantes índices y no por su nivel de desarrollo social, científico o cultural, así como tampoco por su nivel de respeto a los derechos humanos.
Urtubey se enorgullece por «colaborar» con aquellas organizaciones (algo que por otra parte es casi inevitable) cuando los salteños no le han votado para colaborar sino para que él, su gabinete y su partido resuelvan los problemas sin esperar a que vengan de afuera a hacerlo.
El Gobernador de Salta se parece mucho -quizá demasiado- a esos deportistas voluntariosos que después de una derrota sin atenuantes, lejos de agachar la cabeza y pensar que deben mejorar para la próxima, se muestran alegres y satisfechos «por haberse dejado todo en la cancha». Pero los salteños se preguntan si «eso» era todo lo que Urtubey tenía para dejar. Y si «eso» era todo, o mintió descaradamente a los ciudadanos en 2007, 2011 y 2015, o de alguna manera se reserva su mejor talento para otras aventuras políticas.
Cuando esta mañana abran los colegios electorales y se pongan en marcha -si es que lo hacen- las máquinas de voto electrónico, los salteños deberán ser conscientes de que no votarán ningún cambio como les han dicho en la campaña ni pondrán a Salta en ninguna senda de futuro. Al día siguiente de las elecciones, cuando el apetito de los vampiros se haya saciado, todo seguirá más o menos igual a como está ahora. Es decir, mal.
La culpa es de aquel que, pudiendo haber reconocido oportunamente el mal momento que vive Salta y su responsabilidad en esta debacle colectiva, ha preferido salvar su pellejo echando las culpas afuera y pintando a Salta como lo que definitivamente no es: un paraíso de prosperidad y justicia.