
Muchos se preguntan si el discurso de Mario Antonio Cargnello representa con adecuada fidelidad el sentimiento colectivo profundo de los salteños o si -en el mejor de los casos- expresa la postura egoísta de una curia entumecida y clientelar, que con una mano acaricia (muchas veces lo que no debe) y con la otra reparte golpes furiosos.
Pero ¿qué habría ocurrido en Salta si al concluir aquella solemne misa del Triduo de Pontificales hubiese sido el Señor del Milagro, y no Cargnello, el que tomaba el micrófono? ¿En qué términos se habría dirigido nuestro Santo Protector al Presidente de la Nación, inesperado visitante?
Se trata, obviamente, de un ejercicio de suposición bastante fantasioso, porque en realidad Dios le habla al hombre a través de su palabra escrita, del Evangelio. Por tanto, Dios no necesita hablar una y otras vez de cosas que ya nos ha revelado en las Escrituras. Cuando Dios usa otros métodos para comunicarse con nosotros (por ejemplo, la palabra de un sacerdote) estos métodos nunca contradicen las Escrituras, como lo han hecho ayer y de un modo muy grave y sorprendente en Salta.
Quizá lo primero que el doliente Cristo de madera que con inmensa misericordia mantiene en serena quietud nuestras placas tectónicas le habría dicho al presidente Macri algo que se parezca mucho a lo que el dictador Francisco Franco, en pleno apogeo de su poder, le dijo al quejoso periodista Rodrigo Royo, maltratado entonces por el régimen: «Usted haga como yo, no se meta en política».
Y habría agregado: «No haga como este Arzobispo fariseo, que no desaprovecha ocasión para intervenir en las cuestiones que son del César».
Pero inmediatamente después de imponer su autoridad sobre la del privilegiado consejero, el Señor del Milagro le hubiera dicho al Presidente de la Nación:
«Mira a tu alrededor, hijo mío, y observa a este piadoso pueblo de Salta, que sin reparar en tus numerosos errores y en las enormes dificultades que enfrenta tu gobierno no te los ha reprochado, sino que, al contrario, te ha vitoreado y ha aplaudido a tu paso por las calles. Ve en cada salteño, incluidos los que no comulgan contigo y con tus ideas, a hombres y mujeres íntegros dispuestos a sobreponerse a su destino, y no a resignados borregos orgullosos de las miserias a que son sometidos por gobernantes insensibles e incapaces».
«La Fe es un don individual, pero cuando esa misma Fe abraza a todo un pueblo, el alma y la mirada se elevan y abandonan el plano de lo material, de lo que vemos a ras del suelo. No vuelven a descender como de modo irresponsable ha querido mi transitorio vicario en estos valles, quien por cierto ya debiera acogerse a los beneficios de la jubilación ordinaria».
«Que sus destempladas palabras no te confundan. Los pobres no enseñan nada, no son maestros de nada. Son pobres y yo los amo con bondad infinita, como cualquiera que venga a mí, pero por las llagas de mi costado te juro que prefiero mil veces que no sean pobres, que vivan una vida en condiciones materiales aceptables. El sufrimiento humano que provoca la pobreza es el menos cristiano de todos, especialmente cuando alrededor del que sufre hay personas con medios y recursos que, pudiendo aliviar sus padecimientos, no solo se inhiben de hacerlo sino que afirman que es muy bueno que los pobres los experimenten».
«¿Has entrado a esta soberbia catedral, hijo mío?» «¿No te parece que los templos y sus rectores debieran ser más austeros y destinar los recursos que ahora se emplean en el lujo y el boato a mejores obras de caridad?»
«Hace tiempo, cuando me enteré de la triste noticia del asesinato de Juan el Bautista, a quien seguramente tú conoces de oídas, apenado crucé en una barca el mar de Tiberíades hacia un monte desierto cerca de la ciudad de Betsaida para estar a solas. Al poco tiempo descubrí que una muchedumbre me había seguido a pie. Entonces, compadeciéndome de ellos, curé a los enfermos y prediqué mi mensaje a todos los que allí había. Al caer la tarde, se me acercaron dos de mis discípulos y me pidieron que despidiera a la gente para que fuese a las ciudades vecinas a comprar comida, pero yo les respondí: ‘Denles de comer ustedes mismos’. Pero mis apóstoles no tenían idea de cómo hacerlo, ya que el dinero era insuficiente (ten en cuenta que no había FMI en la época). Fue en aquel momento que el apóstol Andrés encontró a un niño que tenía cinco panes de cebada y dos pescados. Entonces, sin preocuparme, ordené que todos se sentaran en grupos de cien y de cincuenta. Luego tomé los cinco panes y los dos peces, pronuncié la bendición, y se los di a mis discípulos para que los distribuyeran entre las personas. Comieron cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y los niños que allí también había».
«Hijo mío, te cuento esto porque, si por el Arzobispo de Salta fuera, en vez de multiplicar yo la comida, debería haber multiplicado por diez las bocas que había para alimentar. Pero ello no me habría hecho feliz, como te puedes dar cuenta».
«Que no te confunda este aire seco y caluroso con el que la piadosa Salta te ha recibido. Piensa en los hombres y mujeres de esta tierra como en pacientes y sufridos constructores del futuro, y no veas en sus rostros la pobreza, porque no es ella la que define su carácter, como pretende el Arzobispo. No veas lo que portan en sus bolsillos sino lo que hay en su alma. Y si tienes que rescatar una imagen de esta visita tan accidentada, pues que tus ojos y tus oídos se lleven solo esos aplausos y esos vítores con que los salteños de la calle te han jaleado, a pesar de la invitación de los malos curas a denigrarte. Un pueblo que desoye los malos consejos de sus pastores tiene, sin dudas, algo especial. Y ya te digo yo que si este pueblo no lo tuviera, esta es la hora que ya los hubiera soltado de la mano y los hubiera dejado a merced de las fuerzas de la naturaleza».