Veinte minutos contra veinte años: el naufragio permanente de la Argentina

  • La jornada de ayer, en la que se han sucedido los acontecimientos de forma vertiginosa y el país se ha asomado nuevamente al abismo de su propia desintegración, ha servido al menos para confirmar, ya sin atisbo de duda, que el largo y continuado ejercicio de la democracia no le ha servido a la Argentina, ni probablemente le sirva jamás, para resolver sus graves problemas de identidad y de convivencia.
  • La incapacidad absoluta

El espectáculo de ayer, protagonizado por malos perdedores y peores ganadores, nos ha proporcionado la exacta dimensión del fracaso de la democracia entre nosotros, y no solo nos ha certificado la inutilidad sino también el peligro que representa el mal funcionamiento de las instituciones que hemos inventado para hacer la vida en común un poco más fácil y ordenada.


Cualesquiera hayan sido los resultados y la lectura que se haga de ellos, el hecho de que una elección no decisiva como la celebrada el pasado domingo no solo obligue a caminar por la cuerda floja a todo un gobierno sino también que deshaga la economía en pocos minutos y haga estallar una crisis política que atraviesa partidos e ideologías, es expresivo de un gran fracaso colectivo, de una incapacidad general y absoluta para resolver lo que otros pueblos de la Tierra resuelven a través de mecanismos parecidos sin poner en riesgo su propia existencia.

Lo que he podido advertir ayer, mientras leía las opiniones más bárbaras y los juicios más extremos sobre la situación nacional, es que a una mayoría de ciudadanos que permanece medio oculta, y a veces se disimula detrás de la fachada de la moderación, en realidad le fascina saber que la Argentina posee ese sello distintivo que lo hace diferente a los demás países del mundo y quizá único en su especie. Nos gusta sentirnos diferentes; para qué negarlo. Ese «toque argentino» de locura extrema y de vértigo desbocado, combinado con una capacidad exquisita para hacer perdurable lo peor de nosotros mismos, es nuestra verdadera bandera, nuestra auténtica camiseta, nuestro himno original y quizá también nuestro escudo más representativo.

Siempre recuerdo aquella mañana del 2 de abril de 1982 cuando mi padre, que tenía entonces 71 años, me dijo con voz grave y emocionada: «Lo único que me faltaba, hijo mío, era vez a mi país en guerra». Él había vivido casi todo lo malo que un argentino de su generación podía vivir y anhelaba fervientemente que sus hijos no vivieran lo mismo. No solo eso: también hacía esfuerzos concretos y públicamente visibles para que el país que él pronto iba a dejar fuese muy diferente al que él vivió, más serio, más ordenado, más amable, más justo, más libre, más fraterno y más solidario.

Una nueva generación entera ha crecido y madurado desde entonces, pero el país ha vuelto a caer una y otra vez enredado en la telaraña de sus propias contradicciones y abatido por sus pulsiones suicidas. Hemos demostrado con creces nuestra incapacidad de aprender las lecciones de la historia y nuestra desgraciada vocación por ocultar y minimizar nuestros peores errores. Y no se puede dudar que no hemos sabido cultivar el arte de caer en lo más hondo, pues lo hacemos cada vez peor, con más estrépito y con más daños. Así sucede entre otras cosas porque los hombres como mi padre se fueron extinguiendo y quienes vinimos detrás de ellos no hemos sabido jamás encontrar el camino ni dar la talla. Lo que parecía ser un problema generacional al final se ha revelado como una tragedia existencial de incalculables dimensiones.

Ayer se han sucedido en la Argentina los llamados a la calma y a la concordia, en medio de un espectáculo degradante de acusaciones mutuas de las peores que se puedan escuchar en un país civilizado. Si solo tuviera que juzgar por el calibre moral de quienes ayer nos llamaron al sosiego y a la moderación, me quedaría con la rabia y el revanchismo de los acusadores enconados, que, por lejos, me parecieron mucho más sinceros que las dulces proclamas de aquellos pirómanos que ahora se declaran enemigos del fuego.

Es evidente que la Argentina necesita calma; y no digo recobrar la calma, pues es probable que nunca la haya tenido. A mi modo de ver, en este momento no se necesita tanto patriotismo, entrega, sacrificios, gestos grandilocuentes o solemnes «pasos al costado» (creo que padecemos un exceso de todo eso, antes y después de 1982). Lo que necesitamos con urgencia son dos cosas que verdaderamente escasean en nuestro país: inteligencia y responsabilidad.

Quisiera una vez más insistir en la idea de que nuestro país debe plantearse seriamente un proceso de reformas profundas a largo plazo; es decir, una sucesión de decisiones audaces que atraviesen gobiernos, territorios, espacios ideológicos y líderes particulares. Es la única salida para evitar caer en la vergüenza dañina de esas revoluciones brutales de veinte minutos cada veinte años que hacemos para que nada cambie, para que todo siga igual, o peor. La Argentina necesita cambiar de raíz y necesita hacerlo pronto.

Cuando una persona individual sufre una enfermedad mental grave que lo incapacita para tomar decisiones, la solución legal es la incapacitación, la restricción de la capacidad de obrar y la designación de un curador o representante legal, decidida por un juez con todas las garantías procesales. Pero ¿qué sucede cuando la enfermedad mental es colectiva y afecta a todo un pueblo? Nadie aún se ha atrevido a incapacitar a un país; pero si es para evitar que ese país se haga daño a sí mismo, pienso que una medida parecida a esta sería, en la emergencia que vivimos, la más apropiada como principio de solución. Y creo también que así como hay enfermos valientes que conocen su condición y saben positivamente que lo mejor para ellos es que otros se encarguen de cuidar de sus cosas importantes mientras él se dedica a curarse, los pueblos enfermos deberían hacer lo mismo y decidir con coraje que ha llegado el momento de abandonar el egoísmo colectivo para salvar la propia vida.

Por supuesto que nunca nos pondremos de acuerdo ni en la figura del juez ni en la del curador, de modo que la discusión sobre una medida como esta sería absolutamente inútil. Pero daríamos sin duda un gran paso hacia adelante si nos animásemos a reconocer de una vez que estamos enfermos y que somos tan pero tan incapaces de gestionar sanamente nuestros propios intereses que de no tomar las medidas adecuadas en el momento oportuno nos vamos a hacer un daño tan enorme que jamás seremos capaces de recuperarnos.

Las elecciones del domingo 11 de agosto y su aftermath nos confirman que la tragedia no es una representación a la que asistimos sentados cómodamente en las gradas del anfiteatro: nosotros somos los protagonistas y estamos sobre el escenario. Nadie, ni los que estamos afuera, como yo, puede mirar la tragedia como algo exterior y ajeno a nosotros mismos. Cuando la Argentina fracasa, estemos donde estemos, fracasa una parte muy importante de nosotros mismos.