
Un juicio de esta naturaleza revela, para empezar, cosas algo más profundas que aquello que parece atrapado en la superficie de las palabras. Probablemente lo que esté poniendo de manifiesto esta forma de entender la representación de un territorio en un parlamento federal es el enorme perjuicio que han provocado en nuestra cultura política los últimos 35 años en los que la Provincia de Salta, en vez de ejercer como una parte de la nación indestructible y de buscar su unidad y cohesión, ha apostado sibilinamente por la disgregación.
Da casi igual quién haya pronunciado estas palabras; no importa a qué partido pertenece, si es que pertenece a alguno. La idea de que lo que está pendiente en Salta es la ejecución de obras revela de por sí el enorme daño que le han hecho a la política quienes desde 1983 han tenido alguna responsabilidad en Salta.
Reducir los objetivos de la política a las obras y al presupuesto es vaciarla de contenido, cuando no dejar a la vista de todos una estrechez mental más bien preocupante. Pero reconozco que también es una forma bastante ingeniosa de procurar que la política se llene de pequeños arquitectos y gestores que piensan que el cemento es más importante que la convivencia en libertad.
Si no existieran las obras y las buenas causas, o si por lo menos no se elevaran estas al rango de necesidades de primer orden, probablemente nuestra política tendría alguna posibilidad de expandir sus horizontes. Pero, claro: el riesgo que entraña lanzar a la política hacia las alturas es que todos aquellos arquitectos y gestores se queden en tierra, sin mucho que hacer ni proponer para sus semejantes.
Hace algunas décadas atrás casi nadie se podía imaginar a un legislador nacional por Salta enfundado en el traje de defensor del terruño. Los que mandábamos a las cámaras del Congreso -algunos más, otros menos- se preocupaban por construir un país; no por apuntalar los privilegios de su provincia. Ahora lo que queremos son gladiadores que se batan cuerpo a cuerpo por «presupuesto» y por «obras» para Salta, pues esto -y no un país homogéneo y único- es lo que pide «la gente».
Si se me permite, esto es egoísmo puro; es no tener idea de lo que es un país y de lo que vale su unidad.
Se me viene a la cabeza, no sé por qué, el ejemplo de Cataluña y más precisamente el del independentismo catalán, que está bastante bien representado en el Congreso de los Diputados español, como casi todo el mundo sabe.
Qué yo sepa, las cuestiones más duras del independentismo catalán no se ventilan en el Congreso de los Diputados sino en el Parlament de Cataluña. Los electores catalanes no envían representantes al Congreso para que «defiendan a Cataluña» o para que luchen por más recursos. Esta discusión -que existe, por supuesto- se produce en otros foros, no en el Congreso de los Diputados, que está para otra cosa diferente que para corregir las asimetrías entre territorios o para afirmar los derechos pretendidamente soberanos de una parte.
Dicho esto en términos un poco más rotundos: si los catalanes -independentistas o no- quisieran afirmar su autodeterminación por encima de lo que prevén la Constitución, el Estatuto de Autonomía y el resto de las leyes, simplemente lo que harían sería dejar de enviar representantes al Congreso. Si lo hacen es porque entienden que deben hacerlo, por lealtad institucional o por lo que sea, pero nunca por considerar que el Congreso es el lugar más adecuado para sacar ventajas a españoles que viven en otros lugares.
No veo por qué las cosas deban ser diferentes en relación con Salta y el resto de las Provincias. Los legisladores que los salteños enviamos al Congreso Nacional deben esforzarse por elaborar, junto a sus pares y en igualdad de derechos, un presupuesto equilibrado para el conjunto del país, y no salir como toros embravecidos a embestir para obtener ventajas presupuestarias para Salta, que siempre o casi siempre suponen desventajas para otros.
Quiero decir con esto que un legislador no ocupa un escaño en el Congreso para exigir nada, como propone la candidata, sino en todo caso para negociar, acordar y votar determinadas medidas. Un parlamento es eso, precisamente: un espacio de consensos. ¿Con qué elementos cuenta un legislador por Salta para exigir (suponemos que al gobierno) un determinado tratamiento presupuestario? ¿Tiene un ejército detrás que no respalde? ¿Se sentará el legislador por Salta con el Secretario de Hacienda de turno y le dirá: ‘Mire, vengo desde Salta a exigirle que nos dé más dinero’? ¿Por qué? ¿Porque vengo de Salta?
Tres cuartos de lo mismo pasa con las obras, puesto que el gobierno federal solo puede ocuparse de aquellas que tengan -por llamarlo de algún modo- trascendencia federal, ya sea por su importancia para cohesionar al país o por afectar a varios territorios federados. Es decir, no se puede ir a pedirle al gobierno nacional dinero para que pavimente la calle que pasa por la puerta de la casa del intendente de Tolar Grande o para que construya un polideportivo en Pichanal. Estas son obras que se deben acometer a nivel municipal o provincial, pero jamás algo que se deba exigir al gobierno federal. El gobierno federal no está para eso y los legisladores nacionales menos que menos.
Me doy cuenta perfectamente que superar esta visión tan estrecha de la política y de la misión de un legislador nacional será difícil. El daño, que es extenso y duradero, ya está hecho; de modo que hacen falta muchos años de una pedagogía serena pero firme para revertir una situación tan odiosa y tan dañina para la convivencia como esta.
No quiero olvidarme de decir aquí que si una distorsión de la política tan grave como esta es posible en Salta ello se debe en gran medida a la irresponsable y autoexculpatoria prédica de décadas de los gobernadores Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey. Ambos han intentado, por diferentes vías y con éxito desigual, trasladar la responsabilidad de sus fracasos personales al gobierno nacional; ambos han criado y alimentado el salteñismo más burdo y ambos han contribuido con su discurso falaz a satanizar al gobierno federal, señalándolo como el verdugo de los salteños que no es.
Por eso, si seguimos por esta línea de reivindicaciones absurdas, trasladándole al gobierno federal casi todos nuestros problemas, haciéndole responsable de nuestras frustraciones, considerándole el enemigo al que hay que poner de rodillas para que acceda a nuestras «exigencias» y proclamándonos irresponsables totales respecto a nuestras propias urgencias y necesidades, lo mejor sin dudas es seguir la «vía catalana»; es decir, romper la federación y proclamarnos soberanos e independientes. A ver qué tal nos va.
Si Cataluña logra algo como esto -cosa que está bastante complicada- será uno de los países más ricos de Europa. Si Salta lo lograse sería una de los países más pobres de la Tierra. Convendría, pues, pensarse hasta qué punto conviene que nuestros legisladores nacionales se conviertan en gallitos para defender a Salta y procurarle injustos privilegios.