De las peores campañas electorales que se han visto... en todo el mundo

  • Dentro de una semana, los argentinos deberán concurrir a las urnas para elegir al próximo gobierno federal. El sistema legal que rige las elecciones en nuestro país no solo obliga a los ciudadanos a votar (la Argentina es uno de los 30 países del mundo en donde el voto es obligatorio y la abstención está penada por ley) sino que además obliga a hacerlo dos veces para una misma finalidad: una en primarias y otra en elecciones.
  • De cara al próximo domingo

El sistema nos condena así a dos periodos de campaña proselitista, que en la realidad se funden en uno solo porque la campaña no dura lo que dice la ley que debe durar sino lo que los candidatos y las fuerzas políticas quieren que dure. Ello, gracias a que las autoridades electorales (federales y provinciales) carecen, en algunos casos de autoridad, y, en otras, de voluntad para hacer respetar los plazos legales.


Las campañas largas son, como todo el mundo sabe, mucho más costosas; no solo por el dinero que tienen que desembolsar los que se inscriben en la competencia (un dinero que nadie controla y que pocos saben de dónde sale realmente) sino también porque durante los dieciocho meses promedio que duran estos episodios la administración del país, de las provincias y de los municipios se paraliza de forma preocupante. Con su parálisis sufre buena parte de la economía nacional, ya que, entre otras cosas, el impasse administrativo favorece el que se multipliquen los conflictos sociales (tanto los que tienen tintes políticos como los que no) y propicia que la actividad supuestamente libre de los agentes económicos se convierta en reclamo de campaña para unos y otros.

Desde luego que hay muchas cosas que corregir en materia de campañas y elecciones en la Argentina. Pero aunque alguien se ocupara de hacer las reformas necesarias para que el nuestro sea el mejor sistema del mundo, el más justo y el más transparente, siempre quedará un agujero negro que no vamos a poder rellenar ni iluminar tan fácilmente: el de la calidad de los candidatos.

Para quienes, como yo, han estudiado las elecciones en buena parte del mundo occidental y las han observado a lo largo del tiempo, en diferentes contextos políticos, económicos y sociales, la campaña electoral para las elecciones de 2019 en la Argentina está señalando un mínimo de calidad muy preocupante.

A primera vista parece inteligente que en un país partido por la mitad a causa de la famosa grieta las estrategias de las principales fuerzas políticas consistan básicamente en exacerbar las aristas más desagradables de esta división, enfrentando a unos contra otros, un día sí y el otro también. Pero en los países en donde ha ocurrido algo parecido -la Argentina no es ni única ni original en este aspecto- al menos los candidatos han demostrado otras capacidades, diferentes a la de la mera habilidad para enfrentar a sus conciudadanos hasta los límites del odio.

Da la impresión de que la grieta hubiera liberado a los principales candidatos del deber de pensar, de organizar el futuro, de imaginar nuevos horizontes, de proponer nuevas soluciones, de convertir al lenguaje en un elemento de cohesión y no un arma contra el adversario. Como idea, como propuesta, parece suficiente la de negar al contrario. La opción que se nos ofrece es entre el pasado inmediato (2015-2019) y el pasado remoto (2003-2015). Y esto vale para tanto para las fuerzas polarizadas como para aquellas marginales que claman por hacerse un lugar entre ambas.

Cualquier referencia al futuro que de casualidad podamos encontrar en el discurso de algún candidato debe ser entendida como una invitación a enfrentar la nueva década con las mismas herramientas de un pasado superado. De hecho, quienes se ofrecen para liderar al país son personas que vienen encadenando errores desde la década del noventa, si no antes. Probablemente en ningún país del mundo las elecciones tengan como elementos principales de discusión al FMI, al ajuste, al Embajador de los Estados Unidos, a la dialéctica patria-antipatria, la exclusión de las mafias y a un sinfín de tópicos que en la Argentina se vienen discutiendo sin ningún viso de solución desde hace por lo menos noventa años.

Muchas cuestiones importantes se agitan en la superficie, sin que ninguno de los principales candidatos se anime enfrentarlas con la profundidad que requieren o en los niveles que el ciudadano necesita para decidir su voto. Ni el actual Presidente, que se presenta a la reelección, ni quienes aspiran a sucederlo (que en realidad lo que pretenden es anudar el periodo 2003-2015 con el que se abrirá a partir de 2020) son líderes políticos preparados para enfrentar los desafíos del mundo en el que vivimos. No solamente les falta liderazgo sino también presencia y peso intelectual, Aunque pudiera alguno de ellos tener talento político, aquellas carencias son realmente preocupantes.

El enfrentamiento entre dos sectores bastante bien diferenciados de la sociedad favorece una falta de visión crítica sobre los dos últimos gobiernos nacionales (Kirchner y Macri), hasta el punto de que casi nadie en la Argentina es capaz de reconocer hoy que los dos -que han tenido algunos aciertos, como todo el mundo sabe- han sido gobiernos muy malos. Si no lo hubiesen sido, la situación de la Argentina hoy sería completamente diferente.

No se trata de un enfrentamiento entre una parte progresista de la sociedad y otra parte conservadora. Estas etiquetas inducen a engaño, como lo hacen quienes plantean una alternativa entre continuidad y cambio. Asistimos en realidad a un enfrentamiento entre dos versiones ligeramente matizadas del peronismo, que no solo se prestan e intercambian dirigentes (Massa, Pichetto, Lavagna) sino que en cualquier momento pueden coincidir en una misma posición frente a asuntos controvertidos. En las elecciones argentinas no hay, pues, alternativas reales, que es una condición para la existencia de la democracia. La vitalidad del peronismo tiene buena parte de la culpa; la inmadurez del resto de fuerzas políticas tiene la parte que falta.

Pero aun suponiendo a los candidatos en posesión de cualidades humanas, morales y política excelsas, sigue siendo misteriosamente inexplicable que en un país con tantos problemas y con tanta gente insatisfecha (si no es por una cosa es por la otra) las campañas apunten a despertar las pasiones de los individuos que deben decidir quién será el próximo gobernante. Siempre es preferible pensar que es la mediocridad de los políticos de alta gama la que impide una campaña con contenidos racionales y constructivos, a pensar que nuestros líderes ocultan a los ciudadanos sus verdaderas capacidades, se rebajan ante ellos, para arañar unos votos que no conseguirían si se mostrasen inteligentes y capaces.

Estas carencias no solo degradan la calidad de la democracia, sino que degradan a la política misma. Pero mientras la democracia no tiene escapatoria en manos de unos políticos mediocres, la política tiene mil formas de romper la jaula. No es fácil conseguirlo, pero la mejor noticia, en estas elecciones y en las venideras, es que no todo está perdido.