
Si en nuestro país a un juez se lo puede juzgar (y destituir) por su mal desempeño y por el desacierto en sus decisiones, con más razón aún se lo podrá juzgar cuando, con independencia de su capacidad o rigor técnico, el juez incurre en esa conducta abyecta que consiste en dictar una resolución injusta, a sabiendas, o por imprudencia grave o ignorancia inexcusable.
Desde luego que, si éste es el caso, el juez no solo se enfrentará a la destitución sino que también deberá rendir cuentas ante la justicia penal.
Ello es así por cuanto la responsabilidad de los jueces y magistrados es una consecuencia ineludible de su independencia y es, a la vez, garantía y contrapartida de su sumisión al imperio de la Ley.
Por eso, quien dice defender la independencia de los jueces -no solo para decidir las controversias, sino también para ejercer funciones políticas, como la declaración de inconstitucionalidad de los actos normativos de los otros poderes del estado- debe admitir sin reservas el juicio de responsabilidad y no utilizar la independencia de los magistrados como argumento para avalar su irresponsabilidad y proclamar el carácter libérrimo de sus decisiones.
Para que la prevaricación -como delito y como causal de destitución- quede configurada, basta con que el juez conozca de antemano que la resolución que va adoptar es injusta. Lo cual, ocurrirá fatalmente y sin necesidad de mayor prueba cuando el juez sabe, también de antemano, que su decisión va a ser ivariablemente revocada por un tribunal superior, que con anterioridad ha resuelto la cuestión constitucional en sentido contrario al suyo.
Lo que a menudo es muy grave cuando se trata de decisiones jurisdiccionales en sentido estricto, adquiere, como se puede apreciar, una extraordinaria gravedad en materia de decisiones sobre la constitucionalidad de las leyes y otras normas jurídicas.
Prevarica, pues, el juez que confunde los términos de injusticia y recurribilidad, pues la injusticia de una resolución, en sentido objetivo, no depende de la posibilidad de que tal injusticia sea subsanada a través del sistema de recursos. Es verdad que la grave desviación que supone una resolución injusta puede (y debe) ser corregida si es objeto de impugnación, pero el recurso no elimina ni sana el injusto típico realizado por el juez prevaricador.
Cuando el juez conoce perfectamente que su temperamento va a ser fatalmente revocado en una instancia superior y definitiva, y a pesar de ello dicta una resolución injusta (sea para conformar a un sector de la sociedad, sea para dejar fluir su ideología, o sea por ambas cosas), lo que este juez pretende en realidad no es hacer justicia ni asegurar el respeto hacia la Constitución, sino simplemente «ganar tiempo», para que los tiempos de la justicia -lamentablemente lentos- hagan imposible, en defintiva, el ejercicio de un derecho.
Dicho en términos más sencillos, cuando un juez ordena paralizar una interrupción legal de un embarazo que sabe perfectamente que el tribunal superior autorizará, no está defendiendo el derecho fundamental de nadie, ni tutelando la supremacía constitucional, ni asegurando la vigencia de los tratados internacionales, sino que está simplemente especulando con que los tiempos lentos de la justicia harán que la persona que tiene derecho a acceder a tal práctica médica alcance un grado tan avanzado de gestación que convierta en socialmente intolerable (o en técnicamente imposible) el cumplimiento del mandato de la ley.
Ese cálculo, cuyo carácter macabro y cruel habla por sí solo, es suficiente para tener por acreditada la prevaricación y para exigir del juez su responsabilidad política, civil y penal, de la forma más rigurosa.