
La censura política, sin embargo, debe tener un límite y ese límite claramente está trazado a lo largo de la línea que separa la civilización de la barbarie. Se puede atacar al adversario por sus posiciones y decisiones políticas, pero con limpieza, y no intentar expulsarlo de la escena pública con armas desleales, como las amenazas físicas o las coacciones morales.
La figura de Fernando Yarade ha cobrado en estas últimas horas una dimensión impensada. Si bien los motivos de su alejamiento del cargo que venía ocupando son los que él mismo se ha encargado de exponer en las redes sociales, a medida que se van conociendo más detalles de su paso por el gobierno se puede aventurar que la sintonía personal de Yarade con el gobernador Urtubey (al que supera largamente en experiencia y conocimientos) era ya casi inexistente.
Lo pone de manifiesto, entre otros detalles, la decisión de Urtubey de retroceder el proceso administrativo de la obra -indispensable, por cierto- de la conexión de la circunvalación oeste de la ciudad con el acceso norte, a través de los terrenos militares. La paralización de este proyecto ha supuesto una desautorización casi total al trabajo de Yarade y es la forma más ingeniosa que ha encontrado Urtubey para recompensar el esfuerzo de quien hasta hace solo dos días era la cabeza visible de su gobierno.
Quizá a Urtubey no le hacía ninguna gracia que Yarade inscribiera su nombre en la lista de sus posibles sucesores, o tal vez sí. Lo cierto es que ahora mismo el exjefe del gabinete de ministros lo tiene bastante difícil para ocupar los primeros planos de la política sin el apoyo del aparato, por mucho que pueda presumir del de los intendentes municipales, que se han revelado como una corporación altamente influenciable y bastante poco sensata.
Pero si despejamos el escenario de amenazas, de traiciones y de lealtades confusas, no se puede negar el valor de Yarade, como técnico, pero también como político con experiencia y con recursos. Sería una tontería que por celos políticos o por falta de simpatía los salteños dejásemos de reconocerlo.
Evidentemente, no hay seres providenciales en Salta -excepto el doctor Abel Cornejo, por supuesto- de modo que Yarade, si de verdad quiere hacer un último esfuerzo por servir a sus conciudadanos, deberá buscarse un lugar bajo el sol sin la muleta del gobierno y sin la tutela siempre sospechosa de los intereses económicos que, hasta aquí, ha encarnado.
Quizá si Yarade se da cuenta a tiempo de que puede poner su experiencia al servicio de todos, sin arrodillarse ante los poderosos amos, y sin excluir a quienes no simpatizan con la tenaza de poder que viene oprimiendo a los salteños desde 1995, pueda tener mucho que decir en la década que está próxima a comenzar.
El escenario que se nos abre por delante es sumamente complejo y no podremos resolverlo sino con el compromiso y el esfuerzo concertado de gente muy diferente. Los grupos de iluminados ya no tienen nada que hacer ni decir en Salta. Yarade ha formado parte de uno de ellos, quizá del más inteligente, de modo que hoy, con la tranquilidad que le proporciona la distancia con la gestión cotidiana de los asuntos públicos, podrá ver con más claridad que la democracia que los salteños tenemos pendiente construir no se levantará en base a sectarismos ni a exclusiones, sino con modestia y generosidad, para que nadie que en Salta tenga dos dedos de frente sea excluido de la vida pública, por celos, por envidia o simplemente por egoísmo.