
Es inconcebible, no solo para el gobierno de Salta sino para cualquier gobierno que bien se precie, que su máxima autoridad (Yarade lo era, gracias al «despeje» de Urtubey) sea objeto de amenazas directas a la integridad física de sus miembros o de sus familiares cercanos y que estas amenazas no provoquen ninguna reacción por parte de la autoridad agredida o de quienes están obligados a protegerlos.
En Salta se presume de muchas cámaras callejeras 4K con software de reconocimiento facial, hay un Procurador General encantado de conocerse que acapara todas las otras cámaras disponibles en la ciudad y una Policía supernumeraria y mayormente ociosa, pero no hay pistas ni siquiera remotas de quiénes pudieron haber atacado la investidura del Jefe de Gabinete mediante amenazas y coacciones.
Parece evidente a estas horas que Yarade se ha marchado del gobierno porque en su propio seno ha «descubierto» la existencia de espesos intereses mafiosos. Pero antes de dirigir los focos contra las mafias -algo que no es fácil de hacer en Salta- lo que se debe preguntar el ciudadano es quién dentro del gobierno tolera o fomenta la operación de las mafias.
Ayer, tras el acto de presentación en sociedad de un nuevo régimen legal con el que el gobierno aspira a desarrollar la actividad minera en Salta, el desencuentro entre Yarade y Urtubey no pudo ser más notorio y evidente. Si bien una renuncia intempestiva puede ser considerada una deslealtad, por cuanto desencadena una crisis de gobierno inesperada y abre las puertas a un desbande aún mayor, un portazo sonoro a menudo es la mejor forma que tiene una persona para expresar su hastío y su disconformidad con un determinado estado de cosas.
Sin embargo, bastante más desleal es salir a decir que el renunciante «tiene la piel muy fina porque debería aguantarse el espionaje y las amenazas, ya que la política es así como es».
Probablemente «la política sea así» para quien practica el espionaje y las amenazas y emplea toda suerte de artimañas contra sus adversarios, pero no para quien las sufre. No hay nada que justifique que una persona con una alta responsabilidad pública, por el solo hecho de ejercerla, tenga que quedar a merced de la acción de los cobardes que espían, amenazan, traicionan y ponen zancadillas.
Pero lo peor de todo es que ayer ha quedado en evidencia -por si alguno todavía tenía dudas- que el gobierno que nominalmente aún preside Urtubey, pero hace bastante que no ejerce, es un auténtico loquero.
Los celos, las envidias, las puñaladas por la espalda, la maledicencia de radio pasillo y la puja por parcelas muy minúsculas de un poder que se deteriora por horas han convertido a lo que algún día pretendió ser «un equipo» en un variopinto mosaico de vanidades, en un colorido y alborotado gallinero con muchos más gallos copetudos que gallinas obedientes.
Aunque los salteños no estén de acuerdo con su gobierno y con su forma de hacer las cosas, no pueden ser los ciudadanos los que paguen el alto precio de un gobierno ineficiente y disperso. La Administración del Estado (por no hablar de las decisiones políticas que se requiere adoptar todos los días) necesita de un gobierno en serio y no de un remedo de Payton Place; es decir, no necesitan de un lugar en donde los protagonistas disfrutan del drama que provocan con sus mentiras y sus acciones perversas.
Hasta aquí, parece muy claro que aquel mal Gobernador que fue Juan Carlos Romero le ha ganado de largo la batalla por la historia a Juan Manuel Urtubey. Este último llegará a diciembre -si es que llega- con un gobierno despatarrado, envuelto en llamas y puesto del revés, con sus arcas exhaustas y una enorme cantidad de empleados públicos, muchos de los cuales han sido incorporados a último momento, cediendo a los chantajes sectoriales y a las tentaciones demagógicas. Romero, dentro de sus limitaciones mentales, de algún modo consiguió evitar la descomposición de su autoridad y llegó a diciembre de 2007 con una cierta dignidad.
Lo que ha terminado de dar la puntilla al gobierno de Urtubey ha sido el fracaso de su candidatura presidencial. Su postulación ya había dividido las aguas en sus propias filas, especialmente desde que el candidato se dedicó a acomodar su discurso a lo que le venían diciendo las encuestas. Los continuos cambios de opinión sobre asuntos cruciales para la vida en común de los salteños han hecho, sin dudas, mucho daño en el seno de su gobierno.
Poco después, la resignación de Urtubey a ocupar el segundo lugar de un cartel electoral con muy pocas probabilidades de éxito ha terminado por convencer a los que aún estaban indecisos. Había llegado la hora de abandonar el barco, porque el capitán lo hizo en el momento en que las ratas lo hacían.
Y para remate de fiesta, hace unos días se ha dado a conocer los nombres de los candidatos del gobierno a senadores y diputados nacionales. Siete nombres que han provocado una enorme desazón en la filas progubernamentales por su alarmante vulgaridad y por su probada falta de estatura política.
Con todos estos elementos se ha formado una ciclogénesis explosiva que ayer, con la renuncia de Yarade, no ha tenido sino una pequeña aunque sonora manifestación.