
Aquella reflexiones fueron motivadas por los resultados de las elecciones provinciales celebradas en abril de 2015, ocasión en la que las candidaturas peronistas y filoperonistas, repartidas en diferentes partidos y siglas, se llevaron más del 81 por cien de los votos.
Debo admitir que en aquel momento pensé que solo se trataba de una anomalía del sistema político provincial, tan propenso a sufrir deformaciones a causa de la vitalidad de un peronismo que parece recobrar toda su fuerza perdida cuando se convocan las elecciones.
Pero después de los sucesos de la semana pasada, con la oficialización de las tres candidaturas mayoritarias, todas ellas integradas por al menos un peronista, me he dado cuenta de que el problema es bastante más grave y extenso de lo que pensaba hace cuatro años.
El problema, básicamente, no es el peronismo en sí, sino la forma en que este ha logrado sobrevivir a la prueba del tiempo. El movimiento fundado por Juan Domingo Perón a mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado no ha experimentado sino una sola y bastante deficiente actualización doctrinaria, a finales de la década de los sesenta del siglo pasado. Es decir que el peronismo no se renueva en su forma de pensar desde hace medio siglo, pero aun así influye de una manera decisiva en la vida cotidiana de los argentinos, sin que los que no están de acuerdo con él puedan hacer prácticamente nada para que ello no ocurra.
En la naturaleza hay una sola clase de elementos con los cuales el peronismo se puede comparar: los gases.
Alguien podría pensar que me refiero a las flatulencias y a la ‘fetidez única’ que acompaña algunas deyecciones. Pero no. Quiero decir con este símil que el peronismo, al igual que los gases, no tiene una forma determinada y tampoco un volumen conocido. Sin embargo, se distribuye de manera uniforme y total en el recipiente que los contiene, del cual ocupan su volumen y adoptan su forma.
Ser o reconocerse peronista es la mejor forma de expresar una confusión existencial entre la parte y el todo. El peronista cree, por ejemplo, que la patria es suya, y que los demás no tienen derecho a utilizar los símbolos del Estado, a menos que comulguen con el variado y variable ideario peronista. Una de las derivaciones sin dudas más siniestra de este principio es que, para el peronismo, la nación (e incluso la «comunidad organizada») están siempre antes que la democracia, algo que -para ellos- no es sino un instrumento al servicio de una idea superior que anula cualquier matiz político. Y no olvidarse, para rematar, que mucho antes que Mark Zuckerberg, el general inventó aquello de que «para un peronista no hay nada mejor que otro peronista», sembrando así, sin saberlo, no tanto la semilla de un gran movimiento político, sino más bien el germen de Facebook, en donde vale más el que es parecido a uno y no el diferente, que es un enemigo en potencia.
El peronismo presume de ser complicado en su esencia más profunda, pero desde el punto de vista puramente doctrinal o filosófico sus postulados, hasta los más complejos, son de una simpleza imperdonable. A pesar de ello se las ha ingeniado siempre para hacer pensar a propios y extraños que su forma de entender los sucesos del espacio público se ajusta con la precisión de un guante a las particularidades idiosincrásicas de los argentinos, que somos tan ingeniosos, tan avispados y tan críticos de las ingenuidades que mueven al mundo.
Es, por tanto, realmente extraño que el peronismo, con casi todo en contra, todavía pueda subsistir y que cada vez que se enfrenta a unas elecciones emerja como una fuerza potente, cuya vitalidad viene certificada por la extensión de sus estructuras (sería mejor decir por la ‘contaminación’) hacia otros partidos que muy poco tienen que ver con su historia o con su ideario.
Así ha pasado por ejemplo con el Partido Renovador de Salta fundado en los turbulentos meses finales de la última dictadura militar por altos representantes del antiperonismo, que tuvieron en aquel momento por norte y objetivo evitar que el peronismo salteño, históricamente postergado y vapuleado, se hiciera con el poder. Al cabo de un poco más de treinta años, el Partido Renovador ha dejado de existir como tal, engullido por el peronismo, triturado por sus filosos engranajes. Los principales dirigentes del PRS se han reconocido y reivindicado a sí mismos como «peronistas» y hoy ejercen como tales tanto el antiguo presidente del partido (actual diputado nacional peronista), como la actual presidenta, que desempeña, si Dios quiere solo hasta finales de este año, el cargo de senadora nacional.
Hay que reconocer que el presidente Mauricio Macri, candidato a repetir en las elecciones de 2019, jamás tuvo tras de sí a un partido político al uso. Pero se le debe reconocer el esfuerzo que sus simpatizantes hicieron en 2015, cuando se decidieron enfrentar a un peronismo que amenazaba con continuar en el poder a pesar del desastre. Ahora, después de cuatro años de un gobierno pálido y sin demasiadas ideas, a Macri no le ha quedado otra salida que pactar con un sector del peronismo, como para darles la razón a aquellos que piensan que la Argentina no se puede gobernar sin el concurso del peronismo o contra él.
Hubiera sido interesante que Macri muriera defendiendo lo suyo y con los mismos apoyos que lo auparon a la cima en 2015, pero visto está que es más fuerte la tentación de conservar el poder a cualquier precio que la necesidad de llegar a los ciudadanos con un mensaje claro, que evite las confusiones y la superposición de siglas.
Pero lo que ha ocurrido, más que a una debilidad de Macri, se debe atribuir a la fortaleza y vitalidad de un peronismo cuyos tentáculos se extienden con enorme facilidad por todo el arco político, ya sin vergüenza ni pudores de ninguna naturaleza. Ya no rigen ni las viejas líneas rojas trazadas por el mismo Perón, como lo demuestra la candidatura a Gobernador de la Provincia de Buenos Aires por un sector del peronismo del exministro de Economía Axel Kicillof.
Para cualquier sistema político, una fuerza que sea capaz de expandirse con semejante facilidad constituye una amenaza mayor. Pero para el sistema político argentino, el que lo haga el peronismo se considera natural y, por tanto, aceptable.
Si ya es una amenaza que la onda expansiva sea irradiada por un solo partido político, en nombre de una transversalidad mal entendida, mucho más preocupante es que ese mismo partido se encuentre virtualmente expulsado del mundo democrático, que sus principales líderes no sean homologables a los líderes democráticos de otros países del mundo, y que, en general, el partido sustente una visión arcaica y disfuncional del mundo en el que se desenvuelve.
Una de las soluciones posibles sería, desde luego, actualizar al peronismo y ponerlo en sintonía con los desafíos del siglo XXI. Pero la historia nos enseña que el peronismo no quiere actualizarse por nada del mundo, por lo que lo mejor sería es que dejase de existir, si es que de verdad quiere hacer un servicio a los ciudadanos por cuyos intereses dice desvivirse.
No es esta una postura hostil hacia el peronismo, desde luego. Mucho menos hacia los peronistas, a los que en general aprecio, aunque no comparta su visión de la vida en sociedad. Es una idea respetuosa con la historia y con el legado de Perón, que jamás imaginó un movimiento eterno, petrificado e inmóvil, sino una herramienta responsiva y adaptable a los cambios operados en el entorno. Pienso que si viviera Perón, no habría dudado un instante en extender el acta de defunción del movimiento que lo llevó al poder en 1946 y que siguió -muy a pesar de él- influyendo sin grandes méritos en la política nacional cuatro décadas después de su muerte.