
El espectáculo al que hemos asistido en las últimas 72 horas ha sido casi tan patético como siempre. Las fuerzas políticas más pequeñas se han echado a correr como gallinas sin cabeza en busca de un cobijo seguro, de un paraguas algo más abarcador que los proteja del corrosivo embate de las mayorías.
Estas fuerzas políticas minúsculas han vuelto a encontrar su refugio y consuelo en un peronismo disperso y polivalente, cuyas huestes se han repartido estratégicamente, en una operación de tiralíneas, a lo largo y ancho de todo el espectro político.
A nadie debe sorprenderle esta cualidad plástica del peronismo. Y nadie tiene por qué salir a dar explicaciones de este peculiar fenómeno. El peronismo, si sabes explicarlo, ya no es peronismo.
La inmensa mayoría de los políticos locales han seguido, esta vez igual que las anteriores, las reglas que gobiernan las partículas elementales, que les permiten ir de un bando a otro sin pasar por el centro y tener dos ideologías contrarias. Casi todos nuestros políticos son doctos y engolados, pero ello no les quita el mérito de haber conseguido instalar un ambiente tabernario en nuestro degradado espacio público.
Lo que se ha echado en falta en todo este proceso no han sido los codazos y las zancadillas, que han estado presentes casi como nunca, sino la emergencia y aportación de políticos que, con independencia de su edad y de su forma de pensar, irradien desenfado y naturalidad. Es decir, de ciudadanos comprometidos que no teman ni se muestren excesivamente cautelosos a la hora de ponerse a saltar los charcos en el jardín. No los ha habido, ni parece que vaya a haberlos en el futuro más cercano.
En su lugar, una pléyade de gardes des Sceaux (guardianes de los sellos) han salido a enfrentar la gelatinosa realidad virtual que vivimos, con las armas que son de todos conocidas y que ellos con tanta destreza manejan.
La política amansa a las fieras, pero no a los propios políticos, que, convertidos en auténticos manojos de nervios, de repente se vuelven confusos, titubeantes e incoherentes. Muchos -especialmente los menos preparados- terminan la escena agotados, como si acabaran una pelea de tres horas cuerpo a cuerpo en el barro; y evasivos, como si después del esfuerzo ya no tuviesen nada bueno dentro de sí para ofrecer al prójimo.
Muchos, en su inercia, quedan atrapados en la telaraña tóxica de las redes, en donde les resulta imposible ejercer la rebeldía y liberarse del yugo que ejercen el presupuesto y la tiranía del lenguaje políticamente correcto. No es la realidad lo que les excita, sino las ocurrencias, las falsedades, las calumnias, los chistes y las fake news envueltos en el papel celofán de la mentira inteligente de los memes que circulan por el WhatsApp.
En un momento del año 2018 se podía haber pensado que la política de Salta se encaminaba hacia la rebeldía, una vía algo novedosa y sin dudas atrevida para cuestionar la validez de los consensos que conforman el cimiento de nuestra precaria democracia institucional.
En 2019, con tantos apetitos desbocados para tan poca carne disponible, la rebeldía ha quedado para aquellos jueces y procuradores fiscales que la utilizan para subvertir a su antojo las reglas de la democracia y para los malhechores que pretenden (y muchas veces consiguen) huir de la acción de la justicia. Es decir, los dos colectivos se dan la mano, por debajo del mantel.
Algún político -y no hay por qué hacer nombres- lamenta hoy que su nombre haya sufrido un brusco descenso en el cartel de la marquesina que adorna el frontispicio del gran teatro de la política nacional. Ese político medita hoy cómo será su vida lejos de los grandes aplausos, fuera de las portadas de las revistas más edulcoradas.
La reflexión comienza con un «¿qué ocurrirá cuando los diarios dejen de hablar de mí?» y continúa con la crítica razonada a la política vacía que se ha venido practicando durante años, que tenía por objeto convencerse y convencer a los demás que la esencia de la política consistía en mirarse a sí mismo, y encontrarse cada día más bonito, y no pensar en las necesidades de los demás.
Hace tiempo que desde estas mismas páginas venimos denunciando las incoherencias y la capacidad dañina de un gobierno fantasma, sin programa ni destino, que solo tenía como elemento vertebrador el insaciable apetito de figuración de su líder. Parece sin embargo que solo ayer algunos se han dado cuenta de que el gobierno es un loquero desigualmente alborotado (aunque regularmente alimentado por el combustible de los celos) y en donde se practica a diario el arte del backstabbing (las puñaladas por la espalda entre los que se dicen amigos).
Como resultado de todo lo que hemos vivido estos días, ciertos políticos, que solo hasta ayer nos miraban por encima del hombro, han emprendido su viaje hacia el fondo de la noche. El problema es que ellos aún no lo saben. El otro problema es que los ciudadanos no están para avivar giles.
Alguno de estos políticos, encerrados en la soberbia, todavía piensan que morirán a punta de navaja (o con las botas puestas, como soñaba Perón), pero hoy mismo para matarlos basta con una descarga de oxígeno; es decir, con un poco de aire fresco con olor a lavanda que penetre por las aberturas mal aisladas de las mejores viviendas que nuestros arquitectos han sabido diseñar. Hay quien no olvida que Constantinopla cayó en 1453 por un simple descuido: una puerta mal cerrada en la triple muralla erigida por el emperador Teodosio. Un hueco no cubierto adecuadamente puede permitir que por él se cuele el ejército otomano, o el aire vivificador de la verdad. Ambos letales.
Superado el corte de la inscripción de frentes nacionales, los políticos de Salta han vuelto como pálidas princesas cada uno a su nube de algodón y, asidos a una lira, dan rienda suelta con desgarro a su endiablado talento. Pocos -se podría decir que ninguno- conserva intacta su rebeldía moral o su compromiso en unos tiempos especialmente difíciles. Al contrario, todo lo que nos pueden ofrecer es su repertorio de trucos para crear ese ambiente febril y convulso que suele preceder a nuestras elecciones y que se extiende, por decantación, hasta el momento del recuento de los votos.
Solo el ver la cara que se les ha quedado a algunos después de un tour de force de varios años para desfallecer en el sprint final, nos confirma que esas vidas envueltas en el aura de la dicha de vivir se ha tornado, después de las turbulencias, en melancolía profunda, como aquella que se respira en esos colectivos semivacíos que circulan a la seis de la mañana, entre nieblas y escarchas, y que devuelven a la ciudad a gente vencida, derrotada por la luz y acosada permanentemente por el amenazante peso de la verdad.
Como dijo alguna vez Lloyd Braun: «Serenity now, insanity later».