Fragmentación electoral e ingobernabilidad

  • Las repetidas apelaciones a la ‘unidad’ (de los peronistas, o de los argentinos en general) esconden una realidad que pocos están dispuestos a admitir: la de que nadie tiene los apoyos electorales suficientes para formar un gobierno estable y eficiente en diciembre de 2019.
  • Mezquinos intereses

El peronismo, partido en cuarenta fracciones más o menos pequeñas, generalmente inconciliables, sabe que necesita de todos los que se llaman a sí mismos peronistas para tener alguna oportunidad en las elecciones a finales de año. Si uno examina las distintas posturas de los sectores que se dicen peronistas, comprobará que solo tienen el común el nombre y, si acaso, las figuras icónicas de Perón y la de su segunda esposa.


De allí que si el peronismo ‘se une’, se hará sobre bases muy antiguas y muy endebles, que solo pueden asegurar un futuro de enfrentamientos graves y de problemas irresueltos.

Pero por más que el peronismo junte a todas sus ovejas dispersas, las encuestas dicen que no gobernará el país ni la Provincia de Salta si no cuenta con el apoyo de otras fuerzas políticas.

Pero ¿hacia dónde mirar? ¿A la izquierda o a la derecha? El peronismo es capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con los votos que necesita. Pero lo que era relativamente fácil hace algunos años, hoy se antoja bastante más difícil de conseguir.

Quienes como el Gobernador de Salta se muestran esperanzados en un «gobierno de concentración nacional» sueñan con que la «unidad» los coloque a ellos en primera fila. Si no se verifica esta condición esencial, no hay gobierno de concentración nacional que valga.

Los que piensan de esta manera creen que un gobierno integrado por fuerzas políticas muy diferentes garantiza la gobernabilidad a medio plazo. Pero este es un cálculo demasiado optimista. Solo el respeto del pluralismo (no su allanamiento) pueden sentar en la Argentina las bases de un gobierno estable.

Desde este punto de vista, la fragmentación del electorado no debe ser contemplada como una anomalía democrática sino como un factor coadyuvante al mejoramiento de los mecanismos democráticos. Es por esta razón que se ha de desconfiar de quienes buscan desesperadamente la «unidad» y por ello renuncian a atacar al adversario, convencidos de que un ataque desafortunado les puede privar de un aliado esencial para el combate electoral.

Afortunadamente, las elecciones presidenciales argentinas se celebran a doble vuelta, motivo por el cual los acuerdos y las alianzas preelectorales, la reducción de la oferta electoral mediante la conformación de enormes frentes de electores, es un objetivo de segunda magnitud.

Celebrada la primera vuelta de elecciones y si ninguna de las fuerzas políticas alcanza el porcentaje de votos necesarios para ser proclamadas ganadoras sin necesidad de segunda vuelta, se abre un escenario en el que todos los protagonistas políticos están condenados a entenderse con otros diferentes.

La «unidad», sea la de un peronismo disperso o la de un mosaico de partidos sin apenas nada en común, solo aboca a la ingobernabilidad y probablemente al caos.

Sin embargo, estos movimientos tan intensos que abogan por la reducción drástica de la oferta electoral dejan al descubierto la debilidad de partidos y candidatos, la necesidad de contar con otros, así se trate del enemigo. En otras palabras, que detrás de la generosidad aparente de quienes llaman a los argentinos y a los salteños a «unirse» se esconde un mezquino coleccionista de votos que solo piensa en sus propios intereses electorales.

Juntarse solo para ganar votos no tiene sentido. Conciliar programas electorales es imposible, desde que en la Argentina no hay ninguna tradición (mucho menos obligación) de formular tales programas. Es mejor, desde todo punto de vista, dejar que todas las fuerzas políticas concurran a unas elecciones abiertas y plurales y que sea en estas elecciones en donde se dirima quién es el más fuerte. En este sentido es razonable pensar en la necesidad de suprimir las elecciones primarias abiertas y obligatorias, por el elevado coste económico de su celebración y por las distorsiones que provoca en los mecanismos electorales.