
Curioso asunto, pues aquellos que se decían enemigos declarados de la política no se dedicaban a otra cosa que a la política, aunque, por supuesto, intentaban ocultarlo debajo de un disfraz al que se le veía demasiado pronto el cartón.
Los militares no odiaban la política -pues la practicaban de un modo intenso- sino que temían a una ciudadanía libre que pudiera arrebatarles el poder e instaurar un orden político respetuoso de las libertades y de los derechos de todos; incluidos los de ellos. A eso no estaban dispuestos.
Una vez que los militares dejaron de ser una amenaza para las libertades públicas, los enemigos de éstas -que no se extinguieron, como muchos piensan, y que conviven con nosotros- encontraron amplísimos espacios dentro de las instituciones democráticas para poder concretar sus designios.
Este es un fenómeno al que ya me he referido en alguna otra ocasión, por lo que no me parece oportuno volver sobre él.
Lo que me interesa destacar ahora es que una buena parte de los políticos de hoy en día dejan aflorar inconscientemente su temor a una ciudadanía libre que, usando precisamente de su libertad, pueda poner en entredicho el mando que ellos detentan; o, lo que es lo mismo, cuestionarles el derecho divino a mandar. Igualitos que los militares, aunque sin uniformes, sin tanques y sin asonadas en Campo de Mayo.
A estos políticos se les ve la patita de entrada cuando, frente a determinados gestos o expresiones que no les gustan, dicen que esto o aquello tiene 'intencionalidad política', como si, por tenerla, estuviésemos ante un crimen de lesa humanidad o poco menos.
Es casi una carta de presentación; una prueba indubitada de ADN.
Podemos distinguirlos con claridad, pues cuando alguien les planta cara y denuncia sus trapacerías, no tienen mejor ocurrencia que descalificar al atrevido diciendo: «no hay que hacerle caso; ése persigue una finalidad política», como si una acción ejecutada con intención política ocupara el puesto más desgraciado e infame de la escala moral.
Es decir, que para estos políticos, recelosos de la libertad y herederos de viejas taras autoritarias, son los otros, los diferentes a ellos, los que se dedican a esa actividad perversa, dañina e inmoral que en décadas pasadas execraron los militares liberticidas.
Son los actos de los demás -nunca los propios- los que tienen 'intencionalidad política' y, por ello mismo, les resultan despreciables en grado sumo.
Resumiendo, que cada vez que escucho a un político salteño de treinta, cuarenta o, incluso, cincuenta años aborrecer a alguien por tener 'intencionalidad política', veo en él a un militar patilludo y narigón, como el pundonoroso coronel Urbano Cañones (tío de Isidoro), dispuesto a enviar a los ciudadanos libres al infierno y a liquidar de un plumazo las pocas libertades que aún quedan en pie.
Creo firmemente que nuestra sociedad necesita más 'intencionalidad política' y no menos. Sea que esta perversión provenga de los que no admiten nunca que se dedican a la sucia política (porque lo suyo es «el arte de la conducción»); sea que la ejerzan aquellos pobres ciudadanos de a pie, a los que solo les queda la política, y la intención de practicarla, para defenderse de los abusos de los primeros.
Y para que no queden dudas, declaro que este artículo tiene «una clara intencionalidad política».