
Los salteños estamos de alguna manera acostumbrados a que la política pase delante de nuestros ojos como un gran espectáculo; algunas veces triste, muchas veces grotesco, pero espectáculo al fin.
A lo que no estamos acostumbrados es a que este espectáculo, además de entretenido, sea al mismo tiempo educativo; es decir, que nos dé lecciones y que nos revele una parte importante de la realidad que permanece oculta a los ojos de la mayoría.
Algo de esto está sucediendo con la gran comedia que protagonizan los numerosos candidatos a Intendente Municipal de Salta, muchos de los cuales exhiben, como única carta de presentación, su obsesión infantil por ocupar el cargo o su ineluctable convicción de que están llamados por la divina providencia a dirigir el aparato municipal.
¿Qué puede estar ocurriendo para que en una república (en teoría, igualitaria) algunas personas se crean firmemente que han nacido para mandar y que el resto de los ciudadanos debe aceptar fatalmente su destino de obedientes súbditos?
En mi opinión, una de las respuestas posibles a esa pregunta es que la práctica totalidad de estos candidatos predestinados a mandar es producto de un sistema educativo que los separó, consciente y deliberadamente, de la vida de las personas normales y corrientes. Ha sido, pues, la escuela en que se han forjado la que los ha hecho creerse por encima del resto.
Sucedió cuando la escuela pública, gratuita y laica, que durante décadas había fortalecido los vínculos cívicos, privilegiando la igualdad en derechos por sobre las diferencias de talento, dio paso a un modelo de educación elitista, excluyente, que afirmaba ciertos valores de identidad como la religión o la clase, al tiempo que recelaba de los vínculos cívicos que cimentan y cohesionan a la sociedad libre.
La misión de esta escuela era bastante ambiciosa, pues consistía en romper (parcialmente) el vínculo de los estudiantes con sus familias y con su entorno y en crear al mismo tiempo un vínculo directo entre aquéllos y las instituciones, principalmente la Iglesia, el gobierno y las fuerzas armadas; es decir, aquellos grupos a través de los cuales la clase dominante salteña proyectaba entonces su poder.
Así pues, a partir de los años 70, este tipo de colegios se ocupó de proveer a la sociedad salteña, cada año, de una nueva camada de kamikazes; hombres y mujeres jóvenes fanáticamente comprometidos con el objetivo de preservar y mantener su casta y su cultura.
Esta educación elitista, cercana al poder, tenía -y tiene aún- un importante fallo: que cuando estos jóvenes eran liberados de la disciplina escolar se encontraban con un mundo irreconocible en el que no había relación alguna entre el aprendizaje y la realidad, algo que sigue provocando no poca incomodidad entre quienes han recibido este tipo de enseñanzas.
Frente a esta contradicción cognitiva, algunos -los menos- entraron en crisis y se entregaron a la necesaria tarea de cuestionarse todo aquello que aprendieron y tenían por verdadero. Pero la mayoría ha elegido otro camino: el de inventarse su propia realidad, utilizando el poder para adaptar el mundo a sus propias convicciones.
Por esta razón, no es casualidad que tantos candidatos, tan parecidos entre sí, por sus abundantes ambiciones y reducido talento, se disputen un cargo público de tan escasa monta con una ferocidad digna de mejor causa.
El haber sido educado de forma separada al resto de la sociedad y el no participar de las preocupaciones y las normas que afectan a todos los individuos son características de cualquier elite. Pero en el particular caso de Salta, esta educación cerrada, con ínfulas de pretendida excelencia, ha alejado tanto de la realidad a quienes la han recibido que bien podría pensarse que los interesados carecen ya de cualquier interés en mezclarse con los demás y participar de su suerte. Sin embargo, esta distancia, que es creciente, en modo alguno opera como una barrera que les inhiba el deseo de dominar a los demás. Al contrario, aparece asociada de facto a un poderoso sentimiento de propiedad exclusiva del mando.
A fuerza de disfrazarse, de falsificar popularidad, de saltar entre partidos doctrinariamente antagónicos o de inventarse sus propios partidos, estos candidatos ocultan a los ciudadanos el principal rasgo de su personalidad: que viven en un mundo irreal desde el cual proyectan su poder sin entender y, a veces, sin siquiera notar sus consecuencias.
Pienso que ha llegado la hora de que los salteños nos demos cuenta de que quienes nos gobiernan (y muchos de los que aspiran a hacerlo) en el fondo no pertenecen al lugar que dicen pertenecer. Muchos de ellos provienen de una cultura diferente, viven en un mundo también diferente y son, por ello mismo, incapaces de percibir o calibrar las consecuencias de sus propios actos, tal y como estos impactan en la vida de quienes los sufren; es decir, de aquellos que viven o malviven en el mundo real.
Estos no son otros que las personas que cuentan con menos recursos (los pobres); aquellos a los que una educación pública igualitaria, pero degradada en su calidad, no ha acertado a formarlos como auténticos ciudadanos, pero que, a fuerza de sufrir el poder de estos humanistas iluminados, están aprendiendo a serlo.