
Los números no terminan de sonreírle al Gobernador de Salta. Hablamos tanto de las desastrosas cifras que deja tras sus doce años de gobierno en Salta, como las de las encuestas nacionales de intención de voto para las próximas elecciones presidenciales, que mantienen a Urtubey en el fondo de la tabla.
Los malos números de Salta no han sido jamás obstáculo para que el Gobernador hiciera, de tranqueras adentro, su santa voluntad, fomentando para empezar un obsesivo culto a su personalidad (y últimamente también a la de su familia), del que son tributarios no solo los más de 100.000 empleados públicos sino una enorme cantidad de personas que de un modo o de otro malvive de las pequeñas y grandes fugas de dinero público.
Tampoco ha hecho Urtubey en estos doce años ningún esfuerzo por integrar a la oposición en los procesos y mecanismos de decisión de su gobierno. Al contrario, ha puesto una buena dosis de empeño personal en destruir a los partidos políticos, utilizando para ello, sin recato ni pudor ninguno, todos los resortes del poder, empezando por la chequera con la que mantiene semicontentos a una buena parte de los intendentes municipales.
No solo no hay ni ha habido en Salta, bajo el mando de Urtubey, atisbos de un gobierno de coalición o de concentración provincial, sino que se han reforzado en estos años las líneas más perversas de un sistema político, clientelar y egocentrista, que gira exclusivamente en torno a la figura, cambiante e inestable, del Gobernador de la Provincia.
Por tanto, resulta extraño que ahora, frente a una situación que no le es favorable en el panorama nacional, el mismo Gobernador, enfundado en su traje de candidato a Presidente de la Nación, intente aparecer como un inocente ciudadano y abogue por «cambiar el sistema político» para «recuperar la institucionalidad». En su boca, el discurso del «rescate» recuerda mucho al de los militares golpistas que acabaron con los gobiernos civiles de la Argentina en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976, todos los cuales esgrimieron un su día argumentos bastante parecidos a los que hoy sostiene Urtubey.
Desafortunadamente se ignora cuál es la institucionalidad que Urtubey quiere recuperar para la Argentina, pero quien de verdad se lo pregunta debería empezar a rastrear las respuestas en las más recientes medidas que el Gobernador de Salta ha adoptado en relación con el Poder Judicial de su Provincia, cuya independencia él dice respetar sin reservas.
Hace menos de un mes, Urtubey forzó la dimisión de un juez de la Corte de Justicia al que todavía le quedaba algo más de un año de mandato constitucional (y cuya continuidad en el cargo debe ser decidida por el próximo Gobernador), para crear, de la nada, una «vacante por seis años», que de forma presurosa Urtubey proveyó moviendo para el cargo vacío al que fuera su Procurador General durante los pasados diez años.
Corresponde también al próximo Gobernador decidir quién será el nuevo Procurador General, pero la maniobra de la renuncia pactada le ha permitido a Urtubey arrebatarle a su sucesor la posibilidad constitucional de designar también a este magistrado, ya que el suplente del renunciado no ocupará su cargo durante el año y pocos meses que faltan para concluir el periodo, sino durante seis años.
Urtubey también ha intervenido activamente en los procesos públicos de selección de jueces, llegándose a tomar la atribución de anular concursos mediante un úkase, al que el Consejo de la Magistratura de la Provincia -órgano débil, manipulable y pésimamente organizado- se allanó con una sospechosa docilidad. Y cuando no ha intervenido de forma pública, lo ha hecho de forma clandestina, en unos casos digitando los votos de los consejeros y en otros alterando a voluntad el orden de mérito de las ternas conformadas por el Consejo de la Magistratura.
Difícilmente puede hablar de «institucionalidad» y criticar las decisiones judiciales nacionales quien en su Provincia ha utilizado su influencia indebida para torcer el rumbo de un sinnúmero de causas judiciales, condenando, absolviendo o modificando a voluntad indemnizaciones y penalidades. Tampoco puede hablar de pactos y de acuerdos benevolentes el hombre que mantiene a más del 55% de los trabajadores privados de su Provincia en negro, sin protección y sin derechos laborales, que no es sino la forma más extrema y salvaje de atentar contra los derechos de las personas que alquilan su fuerza de trabajo para poder sobrevivir.
Urtubey gobierna en Salta bajo la supuesta «vigilancia» de órganos de control, que deberían estar integrados por miembros de la oposición política y parlamentaria, pero que en la práctica solo acogen a adeptos al Gobernador, bajo un mosaico de siglas partidarias confusas.
Para remate de fiesta, el que reclama «institucionalidad» y «abandono del personalismo» para la República Argentina, ya no vive en Salta, lugar que visita únicamente cuando sus necesidades electoralistas así lo aconsejan, o cuando necesita abordar el avión oficial para sus desplazamientos de campaña. Hasta tal punto ha llegado el descaro y el desprecio por las normas que consagra la Constitución provincial, que el Gobernador ha dejado el despacho diario de los asuntos del gobierno en manos de su Jefe de Gabinete, al que también ha señalado como su sucesor y le deja que haga campaña proselitista con los recursos públicos de Salta, sin renunciar a su cargo, como él mismo ha venido haciendo desde 2011 en adelante.
En resumen, solo un político acorralado por la realidad puede tener un doble discurso tan amañado y contradictorio. Al parecer, Urtubey piensa que es posible mostrar un rostro amable en Buenos Aires y al mismo tiempo sacar a pasear en Salta lo peor de su repertorio de patrón de estancia. Es decir, piensa que se puede engañar a unos y a otros, todo el tiempo.
Pero su cálculo está de algún modo justificado, puesto que fuera de la Provincia de Salta sus contradictores analizan sus movimientos y su discurso con lupa, mientras que en Salta una oposición dispersa, antigua y mal organizada mira para otro lado, cohonestando los comportamientos y los desplantes más viles de un Gobernador que se ha creído el cuento de que ha tomado por asalto los cielos, mientras que la realidad profiere gritos desgarradores que advierten de que Salta, por debajo de los oropeles, es una de las provincias más pobres y peor gestionadas de toda la República Argentina.