El ‘jueves negro’, en la Argentina y en Francia

  • La de ayer ha sido una de esas jornadas extrañas, cargadas de emociones intensas, de sobresaltos y de incertidumbre, tanto en la Argentina como en Europa.
  • Una comparación, como siempre, imposible

Han sido, otra vez, la economía y la política las protagonistas casi excluyentes de la agitación social y mediática de la jornada, y lo han sido felizmente, porque siempre es preferible angustiarse por cuestiones que al fin y al cabo el ser humano puede reconducir por la senda de la racionalidad, que hacerlo por atentados, tiroteos y catástrofes naturales que son bastante más difíciles de controlar.


A pesar de ser uno de los países más poderosos del mundo, Francia es en sí misma un embrollo, un país en permanente ebullición, casi siempre al borde del estallido social y muy cerca de la locura colectiva. Por supuesto, nada que no conozcamos en la Argentina, en donde desde hace décadas los ciudadanos parecen haberse acostumbrado a esa sensación vertiginosa que produce el asomarse al abismo varias veces al año y al shot de adrenalina que nos inyecta el discurso catastrofista de aquellos que ven en una subida de precios la antesala de la destrucción nacional, o de los que hacen de un mínimo titubeo presidencial la causa para preparar el helicóptero salvador en la azotea de la Casa Rosada.

Pero aunque los problemas que enfrentan ambos países puedan ser parecidos -incluso los de Francia tienen pinta de ser más graves- y el clima social se descomponga en ellos hasta el extremo de poner en entredicho la mismísima legitimidad de las instituciones, en Francia hay, por suerte, un gobierno que toma decisiones y enfrenta los problemas a cara descubierta, mientras que en la Argentina sucede casi todo lo contrario.

Por eso es que al final de la jornada de ayer, la sensación de los que observamos los fenómenos en los dos extremos era ambivalente. Al sombrío pesimismo argentino, subrayado y amplificado una y otra vez por medios de comunicación irresponsables, se oponía el crudo realismo francés, que obligó al Presidente de la República a dar un paso al frente y salir al ruedo para anunciar una serie bastante importante de medidas económicas y sociales pensadas para conjurar la creciente insatisfacción social en el país.

Por contra, en la Argentina -al menos así se pudo percibir desde aquí- el gobierno fue durante toda la jornada rehén de sí mismo, y sus máximos responsables, con el Presidente a la cabeza, fueron incapaces de transmitir a los ciudadanos ansiosos la confianza que necesitaban para superar el mal momento. El vacío dejado por el gobierno permitió -como sucede casi siempre en este país- que los medios de comunicación dieran forma y contenido a los miedos y a las emociones ciudadanas.

De alguna manera los argentinos están acostumbrados a vivir situaciones extremas, pero da la impresión de que algunos, por cálculo o por puro placer, les encanta echar leña al fuego y, desde los lugares más insólitos, alentar los pensamientos y las acciones profundamente autodestructivas que a los argentinos les encanta adoptar, así sea que las elecciones estén lejos en el tiempo o estén a la vuelta de la esquina.

Anoche, mientras que la Argentina se flagelaba y la mitad del país cargaba las culpas sobre el gobierno actual y la otra mitad disfrutaba de su debilidad, sin que ninguno de los implicados viera en el futuro nada más atractivo que la profundización del mal presente que vivimos o la exhumación inmediata del peor pasado, quedé impresionado por la serenidad y la firmeza del presidente Emmanuel Macron, que habló durante más de dos horas seguidas en una comparecencia especial en el Elíseo, que originalmente había sido prevista para el pasado lunes 15, pero que debió ser pospuesta por el incendio de la catedral de Notre-Dame.

El Jefe del Estado francés tenía previsto anunciar hace diez días las medidas elaboradas por su gobierno para solucionar la crisis social promovida, entre otros grupos, por los famosos gilets jaunes, pero el incendio le ha obligado a postergar la cita. Después de haberse pasado cuatro meses recorriendo pueblos y ciudades francesas para discutir junto a alcaldes, concejales y ciudadanos en lo que se llamó el Grand débat national, la expectativa nacional y europea en los anuncios de Macron era comprensible.

No voy a ocultar que Macron me simpatiza, así como tampoco voy a negar que su figura despierta un rechazo importante en ambos extremos del espectro ideológico. Pero dejando a un lado las simpatías y los odios, la verdad es que Macron no dejó ayer nada librado a la improvisación, como suelen hacer los políticos argentinos en su mayoría, y se dirigió a los franceses con una solvencia y una precisión envidiables. Podría decir que el Presidente tomó al toro por los cuernos y, aunque muchas de sus medidas se puedan discutir, no hay dudas de que se ha tomado el trabajo de elaborar una respuesta para todos y cada uno de los problemas que ensombrecen la vida de los franceses.

Todo, en un clima bastante sereno para un país tan visceral y siempre tan dispuesto a echarse a la calle para protestar contra el gobierno.

En la serenidad del Presidente ha influido seguramente la inesperada recuperación de su imagen política, un milagro de la comunicación que algunos atribuyen al efecto combinado de la extenuante gira presidencial con ocasión del Grand débat national y los rescoldos del incendio de la catedral de París, una situación de estrés nacional en la que se vio a un Macron empático y muy cercano al sentimiento del ciudadano común.

En la Argentina, sin debates y sin incendios, la imagen presidencial es mala o muy mala. Aun así, todo indica que el presidente Macri será, casi con seguridad, uno de los dos que disputará la segunda vuelta de las elecciones en noviembre próximo. La misma situación paradójica se vive en la oposición kirchnerista, pues aunque la valoración ciudadana de los ocho años de gobierno de la anterior Jefa del Estado es tan pobre como la imagen de los principales líderes de esta fracción de la sociedad, la popularidad de la expresidente parece haber aumentado, a pesar de que se multiplican las causas judiciales con procesamiento contra ella y miembros de su familia.

Si a los franceses les gustan las situaciones raras, tal parece que a los argentinos les gustan mucho más. Pero, aun a despecho de sus rarezas, Francia es un país sólido, con un gobierno bien implantado, con gran influencia en el continente y dispuesto a no dejarse desbordar por la inmediatez o la virulencia de las reacciones sociales. En cambio, la Argentina, con rarezas parecidas, es un país endeble cuyo gobierno vive siempre al filo del alambre (un poco menos cuando gobiernan los peronistas), con su influencia cada vez más menguada en la región, su economía cada vez más maltrecha y su política cada vez menos homologable con la de los países con los que comparte una cultura democrática común.

Algunos me dirán -como siempre me lo dicen- que no viene al caso comparar a un país con el otro. Y tienen razón, en parte. Francia es un país muy grande, muy variado y muy poderoso, y la Argentina, a pesar de su tamaño, es más homogéneo e infinitamente menos influyente. Pero lo que he querido comparar son las rarezas, las pulsiones autodestructivas y las convulsiones sociales, que son parecidas, pero que llevan a uno y a otro país por caminos bien diferentes y que les ha llevado a erigir gobiernos bastante diferentes entre sí.

No encuentro explicación para las causas de estas diferencias, ni me siento especialmente preparado para detectarlas. Lo que simplemente he querido transmitir es la sensación tan confusa que he experimentado el llamado ‘jueves negro’, al ver cómo un país con serios problemas se ha dispuesto a enfrentarlos, y al comprobar, casi al mismo tiempo, cómo otro país, con problemas igualmente graves, se abandona a la guía espiritual de personas tan poco cultivadas e ignorantes que en Francia no serían capaces de decidir si toman el Metro o el autobús. Es que así cualquier país cae en la histeria colectiva en cuestión de minutos.

Quizá ha sido esto lo que ha ocurrido en la Argentina y no un terremoto en los mercados financieros. Quizá alguien esté magnificando nuestros problemas para vendernos soluciones extremas que, sin la amenaza de la disgregación, no compraríamos por ningún motivo. Quizá a alguien le interesa que personajes mediocres como Tinelli, y otros cuyo nombre no deseo mencionar, se erijan en salvadores del país, cuando en cualquier democracia más o menos seria estos mismos personajes serían señalados públicamente como los causantes de todos los males.