
Cualquiera sea la utilidad y la pertinencia que se quiera atribuir a mis mensajes (algo que yo mayormente desconozco, porque estoy muy lejos y no muy interesado en mirar hacia mí mismo), tengo que decir que todo lo que he escrito en estos años casi nunca ha estado dirigido a las conciencias de esos malvados que han equivocado el camino a propósito, para procurarse gloria y riqueza personal. Siempre he pensado que al ser aquellos malas personas y carecer de conciencia moral, es inútil dirigirse a ellos para que cambien o encuentren en su interior lo que jamás podrán encontrar.
Si algunas de mis exhortaciones han tenido algún eco, no ha sido entre personas dañinas, ni siquiera entre las arrepentidas, que seguramente prefieren otro tipo de literatura.
Quienes se han sentido más concernidos por lo poco que he podido aportar a la deliberación ciudadana en Salta en los últimos veinte años son personas que se han visto retratadas en mis críticas como bienintencionadas pero inoperantes; o, si se prefiere, como indolentes y poco beligerantes frente a los problemas y las patologías que nos mantienen hundidos en el fondo de un pozo oscuro, siniestro y malsano.
Es muy famosa la frase de Edmund Burke que dice que «para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada». Es por esa razón que siempre he procurado dirigirme a los buenos de Salta, invitándolos a actuar, a moverse, a pensar, a sacudirse las ideas atávicas y las imágenes arbitrarias y erradas de un mundo que quizá yo conozco un poco mejor que ellos.
Pero he de admitir que, salvo un puñado de personas (tan bienintencionadas como brillantes), el resto de los «buenos» de Salta parece hoy por hoy más propenso a dejarse convencer fácilmente por sus antagonistas y a cobijarse de alguna manera bajo su paraguas, que a incomodarles con su decencia y chafarles su felicidad.
Desde luego, no todo es tan simple en Salta. Admito que dividir la hacienda entre “buenos” y “malos” es una reducción inaceptable de la realidad. Pero en política -así como se habla de amigos y de enemigos, y algunos hacen de esta dicotomía la piedra fundacional de la política misma- se puede hablar con un poco más de soltura de buenos y malos, sin caer en el maniqueísmo.
El problema no es este, sino el hecho de que, en Salta, buenos y malos, en vez de enfrentarse, se dan la mano por debajo del mantel y comen del mismo cadáver que abaten los cazadores más audaces de la manada. Es este, entre otros, el motivo por el cual las elecciones semidemocráticas que con puntualidad astronómica se celebran en Salta no reportan una gran utilidad a los ciudadanos, pero sí un enorme rédito social y económico a quienes en ella participan.
Quiero decir que si en las urnas se enfrentaran, con colores y propuestas diferentes, los buenos contra los malos, al menos los ciudadanos tendrían una alternativa real delante de sus ojos, y podrían elegir en consecuencia.
En Salta hay malos y perversos que se esfuerzan por parecer buenos y que hasta ayudan a personas ciegas a cruzar las esquinas sin semáforo, incluso cuando nadie ve que están haciendo una buena acción. Y hay también buenos a los que les da vergüenza serlo e intentan -esta vez con éxito- convertirse en bad guys. Simplemente porque la maldad proporciona un estatus y un empaque que la bondad hace rato que ha dejado de ofrecer.
Unos y otros se mezclan, pero no solo en los partidos, sino en el interior de una misma persona. Y si lo primero es complicado para aclarar a quién se debe votar, imaginemos lo difícil que será discernir el voto cuando alguien combina en un solo paquete lo mejor y lo peor de la condición humana.
Pero, como digo, aunque son pocos, todavía quedan en Salta buenos integrales, hombres y mujeres incapaces de albergar en sus cuerpos una sola molécula de maldad. Si la sociedad no estuviese tan enferma y aquietada como lo está, una mano invisible colocaría silenciosamente a estas personas al alcance de sus semejantes, en un lugar destacado, preponderante, pero accesible.
Sin embargo, vivimos en una sociedad de apariencias en la que vale más lo que se insinúa que lo que se concreta y distribuye ganancias más estables lo que parece que es pero que no llega nunca a ser.
Vivimos en una burbuja fantasiosa pero poco exigente; somos más propensos a consumir lo primero que reluce, a ungir al primero que pega un cartel o al primero que se ofrece como futuro proveedor de agua potable. Tiene más visibilidad el que transgrede (el que cambia de mujer como quien cambia de heladera y vende exclusivas de su vida a las revistas para presumir de una residencia de 10.000 hectáreas que no paga él sino el conjunto de opas que lo sostiene con sus impuestos), que las personas que han hecho del recato personal y familiar su peculiar modo de vivir.
Y así, vamos postergando día a día la batalla fundamental de la democracia que, vuelvo a decir, debería enfrentar de una buena vez a los malos y a los buenos, para decidir en definitiva quiénes y qué somos en realidad.
Las reglas de la democracia mandan a respetar el triunfo de los malos, pero las reglas de la política obligan a luchar hasta el final para que los malos no puedan jamás salirse con la suya.