
Si para unas elecciones amplias, como las que se van a celebrar en el mes de octubre próximo en nuestra Provincia, se nos ofrece como solución a nuestros males los «proyectos» personales de Romero y de Urtubey, y de alguna otra bacteria más que ha crecido a su sombra, es que los salteños deberíamos preguntarnos seriamente si esto es lo máximo que puede dar de sí la política de Salta.
Con algún tropiezo, ya lejano en el tiempo, la pinza peronista ha venido apretando todas las tuercas en Salta en los últimos treinta y cinco años, con unos resultados económicos y sociales francamente despreciables.
En este tiempo hemos engordado a quienes ya eran gordos desde antes y ahondado en la miseria de quienes se ilusionaron alguna vez con que los gordos les diesen de comer. La ecuación peronista ha funcionado siempre de este modo: quid pro quo.
Insistir, pues, con el peronismo más rancio en una ocasión única como la que enfrentaremos este año puede obedecer solo a dos cosas:
1) A que nuestra democracia ha tocado techo y no habrá ni saldrá nada mejor que lo ya conocido, masticado y digerido; y
2) A que tenemos un miedo horrible a cambiar el sentido y la dirección del «alimento», que, como he dicho, fluye del más desnutrido al más opulento, y no al revés como se supone que debería ser.
Lamentablemente, los líderes y partidos «prometedores», los que coquetean con el cambio y prometen, con la boca pequeña, revoluciones del más variado gusto, se van lentamente encolumnando detrás de los líderes más experimentados y, al mismo tiempo, menos dotados, política e intelectualmente.
En apariencia es una cuestión de números, pero en buena medida también es una cuestión de actitud. El que quiere romper, armado solo de un pico, un martillo y un cortafrío, cuando se encuentra con una losa de hormigón con malla de hierro del 12, tiende a cejar en su empeño reformista, a menos que lleve en la cintura unos cuantos cartuchos de dinamita. En otras palabras, que les puede lo fácil, porque sus urgencias son también humanas y quien más quien menos sabe que la vida se vive una sola vez y a las oportunidades hay que aprovecharlas.
Según esta forma de ver las cosas, la democracia mejorará después, algún día. Ahora hay que competir por el poder, porque sin él nada es posible. Así van pasando los años en Salta; así los idealistas descubren cómo los que no tienen más ideales que su propio bienestar personal pueden con ellos y los modelan con la misma facilidad que la de un niño que con sus deditos amasa una plastilina tibia.
Hace treinta años, las sombras más peligrosas que planeaban sobre nuestra precaria democracia eran la del golpe de Estado y el regreso al autoritarismo de manual, aquel que bien conocimos y mejor combatimos a finales del siglo pasado. Pero ahora las cosas han cambiado. En su reciente libro How democracies die (Cómo mueren las democracias, Harvard University - 2018), los profesores norteamericanos Steven LEVITSKY y Daniel ZIBLATT revelan que la erosión de las democracias que advertimos desde finales del siglo pasado no se ha producido tanto por la destrucción de las reglas formales (aquellas que suponen, por ejemplo, la abrogación de la Constitución o la supresión autoritaria del sufragio), sino por el debilitamiento de las reglas informales (el alargamiento de la duración de los mandatos, la implantación de sistemas inseguros, como el del voto electrónico; la supresión o la neutralización de los órganos independientes de control, incluido especialmente el Poder Judicial; la consideración del oponente como adversario legítimo y no como un enemigo a expulsar del territorio, o el respeto por los hechos y la primacía de la verdad).
Todas las reglas democráticas que podriamos llamar de segundo orden han venido retrocediendo y perdiendo eficacia, gracias a que no necesitan para ello de un golpe de Estado que arranque a la democracia de raíz, y a que, en general, la gente se alarma menos cuando reglas como estas se relajan. Esto es lo que sucede actualmente en Salta, en donde a pesar de que nadie piensa ya en un golpe de Estado que acabe con la democracia, nadie piensa tampoco en este sistema de gobierno en términos elogiosos y positivos.
Lo importante -dicen los reformistas de corto recorrido- es no desaparecer, lo cual es un objetivo interesante, pero solo a condición de que no desaparezcan los principios y los valores en que se sustentan determinadas posiciones políticas. Pero en Salta los que no quieren desaparecer son los líderes y los partidos, porque ellos ven que sus antagonistas hacen lo mismo y gozan de una vitalidad que incluso atraviesa varias generaciones. Ellos -los idealistas- quieren imitarlos, y ya mismo preparan a sus hijos y a sus nietos para la batalla. Así entienden algunos, no la democracia, sino la ciudadanía.
Y si Salta no es mejor que esto, porque no hay forma de que lo sea, ¿qué le vamos a hacer?
La ilusión de una Salta moderna, próspera y justa requiere de una mayoría social de progreso que hoy nadie está en condiciones de conformar y menos de liderar. Habrá otras mayorías, más o menos inestables, pero sin la capacidad de formular un proyecto colectivo que difiera del de la ambición descontrolada de poder, para engordar a los que ya eran gordos. Es decir, habrá cada vez más indiosgodoyses.
Pero la ilusión no morirá y esta es la razón por la cual, quienes hoy se aferran a los ritos de hace más de tres décadas para dominar cualquier espacio de poder en Salta, por minúsculo que sea, seguirán cavando esa grieta que mantiene a un lado de ella a una legión de comodones alérgicos al esfuerzo, y al otro lado a una sociedad sedienta de libertad y de cambios profundos, que no le hace asco al compromiso y al sacrificio.
¡Y después que venga alguno de estos señores a hablarnos de que ellos son la síntesis de la grieta y que su misión en la vida es la de suturarla!