Una derrota política... y jurídica

  • Los jueces rebeldes de Salta han intentado disimular su derrota dando a entender que si bien la política ha podido con ellos, sus argumentos jurídicos son inobjetables y siguen en pie. Pretenden seguir extorsionando a la sociedad, no ya con una demanda judicial mal fundamentada, sino con argumentos morales.
  • Tras la caída de una injusticia se levanta otra

En rigor, ellos han hablado de politización, como si politizar los asuntos públicos fuera malo de suyo, cuando no lo es en absoluto. El Poder Judicial, en tanto poder del Estado, es un poder político y, por lo tanto, sus problemas han de ser resueltos en la arena política, con luz y taquígrafos, con publicidad y participación popular, no en las oscuras timbas del poder, como acostumbran muchos a hacer en Salta.


Pero la derrota no ha sido exclusivamente política, como argumentan los derrotados. Ha sido, en primer lugar, jurídica, filosófica y doctrinaria, y solo después política.

Incluso el revés político es hoy un dato menor, frente a la enjundia de los argumentos que se han opuesto al progreso de una operación de inocultables tintes antidemocráticos.

Después de este intento desesperado e infructuoso por alterar la normalidad institucional de Salta, con abierto desprecio por el Estado de Derecho, son ya muy pocos los que sostienen la idea de que existe en alguna parte del cielo un mandato normativo superior para que los jueces de la Corte de Justicia de Salta sean vitalicios. La retirada de la acción popular de inconstitucionalidad contra el artículo 156 de la Constitución de Salta los ha puesto en fuga, y más de medio millón de salteños se congratula esta mañana de que así haya sucedido.

Los argumentos jurídicos, si es que de verdad existían, han sufrido un sensible menoscabo y una rotunda desautorización. Nadie puede salir a decir ahora que la razón jurídica permanece intacta, entre otros motivos porque las personas honradas defienden las buenas razones jurídicas hasta el final y no se dejan amedrentar por dificultades políticas que pueden ser incluso circunstanciales y transitorias. El triunfo del sentido común jurídico en esta inútil disputa demuestra que, o bien las razones jurídicas no eran lo suficientemente buenas, o que quienes renunciaron a sostenerlas no eran personas honradas.

El argumento de que la duración temporal de sus mandatos obliga a los jueces de la Corte de Justicia de Salta a «buscar periódicamente el favor político del Gobernador de turno» constituye, en el fondo, un horrible agravio a la dignidad de los jueces. Por lo menos si hubieran dicho que la duración temporal a quien obliga a buscar favores es al Gobernador y no al revés, la dignidad personal de los magistrados podría haber quedado a salvo. Pero eso no ha sucedido, y la sensación general es la de que todos los jueces, incluso aquellos que se han desempeñado con honradez y sapiencia durante sus seis años, luego tienen que convertirse obligatoriamente (es decir, sin escapatoria posible) en seres rastreros y pedigüeños para conservar un cargo que, a veces, desearían abandonar.

Nadie explica por qué si un diputado o un concejal no consiguen su reelección en ningún caso se habla de fracaso o de una presunción de mal desempeño de su cargo, y sí en cambio se piensa que cuando un juez de la Corte no ha sido renovado es porque no ha hecho bien su trabajo y debe sentirse fatalmente humillado. El verdadero principio de la república democrática no es el desempeño vitalicio de los jueces (que no es más que una técnica garantista y no la más importante) sino el de la periodicidad de todas las magistraturas del Estado, incluidas las judiciales.

También resulta curioso que se hable del «favor político» solo a la hora de la renovación del mandato y no en el momento de su inicio. ¿Acaso no habido jueces que se han arrastrado también para que los designen por primera vez? Por un fallo del diseño de nuestra Constitución, el Gobernador de la Provincia no está obligado a designar como juez de la Corte de Justicia a juristas independientes de reconocido prestigio, sino a las personas de su confianza. No hablemos, pues, de independencia ni de imparcialidad, y menos aún de profesionalidad.

Si bien el desenlace conocido ayer ha traído una cierta tranquilidad cívica, también ha desatado el triunfalismo de algunos que realmente han aportado muy poco a la batalla doctrinal y se han colgado medallas que no les corresponden. Y lo que es aún peor: el mundo judicial salteño sigue revuelto. Se podría decir que el sector derrotado se ha quedado con la sangre en el ojo, y esto -según interpretan algunos- es más peligroso aun que si hubieran ganado.

Las pulsiones autoritarias y las visiones judiciales centradas en el poder y desligadas de la norma preexistente y objetiva siguen asfixiando a la judicatura y es previsible que se acentúen en un año electoral en el que se deben de poner sobre la mesa las fidelidades más primarias, si es que alguien pretende seguir existiendo. Los jueces de Salta, en general, ven con preocupación cómo se alejan cada vez más de ellos los anhelados objetivos de la independencia y la profesionalización.

Los políticos oportunistas no han ganado la batalla. Han sido los juristas, en colaboración con políticos de sólida formación jurídica quienes lo han hecho. No conviene confundir.

El final casi cantado de este triste proceso demuestra que el conocimiento jurídico no es una cualidad exclusiva del mundo judicial y que fuera de los estrados hay personas estudiosas que tienen mucho que decir y que aportar a la recta interpretación y aplicación de las normas jurídicas, a la impartición de justicia y al crecimiento y madurez de nuestra sociedad.

Los jueces insumisos han querido en todo momento hacer creer a los demás que solo ellos dominan la ciencia jurídica y que quien no desempeña un cargo de juez es un indocumentado en el mundo del Derecho. Han confundido autoridad política con autoridad intelectual. La jugada no ha podido salirles peor.

Aquí los derrotados han sido los jueces (los que intentaron la demanda y los que de un modo avieso se prestaron para juzgarla), pero no han sido derrotados por otros jueces, sino por abogados y por ciudadanos de a pie que con su insistencia y su sorprendente nivel de coordinación han conseguido hacer recular a unos señores que se habían montado sobre la cresta de una ola de soberbia insoportable.

Tiempo habrá para que los protagonistas de la historia se aclaren y atribuyan los méritos de esta exitosa defensa del Estado de Derecho salteño a quienes más y mejor han aportado a este objetivo. Lo que no se puede hacer ahora es aprovechar el momento de euforia para olvidarse de aquellos que han dedicado horas y horas de su tiempo a pensar, a reflexionar y a escribir, sin recibir el más mínimo reconocimiento.

Olvidarse de los verdaderos protagonistas de la historia, de los que antes que nadie encendieron las luces de alerta y denunciaron el intento de golpe de Estado judicial no solo sería injusto: también sería una imitación tardía de la soberbia de aquellos jueces atrevidos y una forma de demostrar hasta qué punto los triunfadores más débiles son capaces de asimilar y emular los vicios del enemigo.