
La política -que es importante en cualquier sociedad- lo es todavía mucho más en Salta, en donde se ha convertido no solo en una forma de ganarse la vida sino también en un deseo o ambición compartida que justifica la vida misma.
Muchos comprovincianos piensan que las operaciones políticas los hace sentirse vivos, activos, conectados, presentes; pero la verdad es que las travesuras que consiguen hacer solo les permiten durar, en la mayoría de los casos, o resistir, en el caso de las personas más inteligentes. La política más útil es la que nos permite asumir riesgos, inventar escenarios desconocidos y guiar a la sociedad hacia un mañana que en poco se parezca al ayer.
Pero ni durar ni resistir es vivir. El progreso que esperamos no se construye ni se construirá en el seno de una sociedad de meros supervivientes en la que nadie parece interesado en cambiar la situación, en la que pocos se muestran dispuestos a acabar con ese ecosistema cuya temperatura les permite vivir, pero como bacterias, no como seres humanos.
Nos adentramos en un año electoral revuelto como pocos, pero tanto o más improductivo y aburrido como casi todos los que hemos sufrido desde 1983. Las sociedades modernas se parecen mucho, en su comportamiento, a la atmósfera. Cuando la estabilidad anticiclónica y las altas presiones se instalan durante mucho tiempo sobre un lugar, la calidad del aire de este lugar disminuye, la vida se empobrece y el entendimiento se atenúa, a la espera de la llegada de un sistema frontal que barra con todo aquello y que renueve el aire y, con él, la vida.
En Salta nos hemos acostumbrado a la estabilidad política de baja intensidad. Nos hemos habituado a una política rica en ruidos y en fuegos artificiales pero pobre en contenidos y muy pobre en variedad. Como sucede con el cambio climático y el calentamiento global, da la impresión de que ya es tarde para detener los efectos perversos de las causas que se esconden detrás de ellos.
El anticiclón instalado sobre Salta es muy fuerte, entre otros motivos porque algunos lo mantienen atado con cadenas en lugares normalmente alejados convenientemente de la vista de sus semejantes. Hay mucha gente -más de que la debería- que vive y encuentra en el ecosistema los recursos necesarios para no perecer. No viven muy bien que digamos (no son felices) pero al menos consiguen figurar y perdurar; algo que en una sociedad en donde el ideal de la vida es la gloria de Güemes no parece un objetivo desdeñable.
Nadie en su sano juicio se arriesgaría a cambiar un sistema así, aun frente a la evidencia de que el ecosistema arrincona y sume en el infame pozo de la marginalidad a más de un millón de conciudadanos que no tienen acceso a las prebendas.
Las próximas elecciones y casi todo el año electoral que se avecina están preparadas para darle al anticiclón y al ecosistema un shot de vitalidad que le permita tirar unos veinte años más. De innovar y tomar riesgos, nada de nada. Los salteños no nacimos para eso.
Las nefastas experiencias de los gobiernos de facto, sin constitución, sin libertades y sin derechos, han calado muy hondo en el imaginario colectivo de nuestro país, hasta el punto de llegar a convencernos de que lo mejor es la estabilidad política -la puntualidad electoral- aunque tampoco tengamos constitución, libertades o derechos, como sucede ahora en Salta, en donde la Constitución es un juguete en manos de unos jueces ambiciosos y taimados, y las libertades y derechos se disfrutan o no según el color de camisa que se haya puesto ese día el Gobernador de la Provincia.
Desde luego, no necesitamos un revulsivo en forma de golpe de Estado y de interrupción de las regularidades cívicas, sino un shock democrático que comience por sacar a cada quien de su insana comodidad y que ponga a trabajar en empresas nobles a aquellos talentos que hoy se desfogan en la política de baja intensidad, en aquella que solo sirve para echar más leña a la caldera que mantiene la temperatura del ecosistema.
¡Quién no ha visitado al cardiólogo o al endocrinólogo y le ha dicho alguna vez: ’Lo que usted tiene que hacer, si no quiere morirse, es cambiar de hábitos de vida’. Es justamente eso lo que tenemos que hacer para que nuestra democracia no perezca en la miseria de su fatuidad.
Mientras esto sucede, por encima de todo, el cielo de Salta se puebla de pequeñas escaramuzas sociales que son presentadas como grandes batallas por el futuro (primero los jueces, después los abogados, luego las mujeres y más tarde quién sabe). El calendario de movilizaciones y protestas es apretado, pero solo así nos aseguramos de que en ninguna hoja de la agenda figure la genuina necesidad de acabar con todo aquello que nos mantiene anclados a la tierra y que nos impide volar.
Salta puede, sin dudas, seguir así durante muchos años. Pero no demasiados. Las sociedades estables al extremo terminan estallando y dejando paso al autoritarismo y a las injusticias más graves. Tener lo poco que tenemos y de la forma tan precaria en que lo tenemos nos expone a perderlo todo.
Cuando el colapso tenga lugar, las pequeñas bacterias perderán su puesto, su sueldo, su falso prestigio; sus hijos ya no podrán ir a los colegios de élite y sus cónyuges y cónyujas no podrán ya compartir sus tardes de chat en el shopping. The whole system will break down.
Para evitar el descalabro hay que romper las cadenas que mantienen el anticiclón anclado en Chachapoyas; hay que encontrar y explorar nuevos caminos; hay que parir nuevos líderes; hay que hacer estallar la democracia en cada esquina, para que lo poco que tenemos y tengamos en el futuro se reproduzca hasta unos volúmenes que nos permitan no dejar a nadie tirado en la cuneta.
Ya no se trata solo de acabar con las injusticias -objetivo loable donde los haya-; de lo que se trata es de vivir mejor y en un lugar en donde quepamos todos, sin exclusiones, sin listas negras, sin winners y sin losers.
Y me paro aquí porque, si no lo hago, alguien me va a decir que estoy plagiando la letra del Imagine de John Lennon.

