El aumento concedido por Urtubey a los docentes condena al infierno a los intendentes municipales de Salta

  • Hasta hace poco, los intendentes municipales que se habían aprendido de memoria el salmo responsorial del poder alzaban las manos hacia el cielo en señal de alabanza y agradecían al Altísimo que a Urtubey se le hubiera ocurrido un día poner en práctica sus tan famosas como infames políticas de descentralización.
  • El final de una era de vergüenza

Mientras estas políticas estuvieron en cartel, los intendentes de los pueblos más pequeños -algunos de ellos con mandatos de viejísima data- pudieron concretar el eterno sueño peronista de pagar al día los sueldos al ejército de inútiles que supieron designar. Y de vez en cuando, darse el lujo de echar un poco de ripio a alguna calle desnivelada y propensa a llenarse de lodo. El precio: su alma.


A decir verdad, el dinero de la descentralización alcanzaba un poco más que para ganar elecciones, podar unos cuantos árboles y pulir los caños de columpios y las rampas de toboganes en las polvorientas plazas locales. A cambio de hacer estas cosas tan insignificantes, el intendente en cuestión debía enajenar su poca autonomía a favor del dueño de la chequera.

Hasta que llegaron los docentes -una corporación poderosa, pero por su número y su capacidad de chantaje, no por su nivel de conocimientos- y rompieron el delicado equilibrio que permitía al poder territorial formar una piña alrededor del Gobernador/rey-mago.

Los docentes vieron un hueco, pero no en el futuro, sino en la historia. Aunque sus pequeños discípulos no aciertan con las matemáticas ni por equivocación, los docentes hicieron el cálculo: año final de mandato + candidatura presidencial = oportunidad de aumento brutal de los salarios.

Los animaba el antecedente de la miserable capitulación de Juan Carlos Romero, quien frente a un panorama similar, en el crepúsculo de su sultanato, decidió abrir desdeñosamente la mano y darle a los docentes lo que quisieran con tal de que se dejaran de hacer ruido.

Apoyados en tan sólido precedente, los docentes de hoy, dignos herederos de aquellos que hundieron las finanzas provinciales a comienzos de 2007, tiraron para adelante, como una de esas topadoras que se llevan por delante cuanto arbusto se encuentre sobre la faz del bosque nativo, y encontraron, como no, a un Urtubey desconectado, vacilante, hastiado o preocupado por llenar las sillas vacías de un estadio muy lejos de Salta, que decidió expeditivamente (por teléfono, porque otra vez estaba ausente de su lugar de trabajo) darles un tapabocas.

Pero para hacerlo había que sacrificar a alguien. Y al igual que sucede con esos jugadores que antes de salir a la cancha saben positivamente que el entrenador los va a sustituir en el minuto 12 del segundo tiempo así hayan jugado el partido de su vida, los intendentes de Salta sabían que cuando el dinero dejara de fluir y sus almas ya estuvieran en los dominios del averno, los primeros que pagarían la fiesta serían ellos.

Adiós al sueño de la descentralización, a la ilusión de las reelecciones eternas, a los enormes patrimonios, a las obras tercermundistas y al control moral de los vecinos electores a través del pago de unos sueldos miserables a cambio de no hacer nada.

Probablemente los intendentes más tontos seguirán aplaudiendo la descentralización. Los más listos, por el contrario, intentarán rescatar su alma de la casa de empeños en donde la habían prendado por monedas.