
Lograr que el peronismo de Salta, habitualmente disperso y mal avenido, se uniera y funcionara como una sola herramienta, poderosa y eficaz, fue un objetivo legítimo y útil en algún momento del siglo pasado, cuando los enemigos de las causas populares eran lo suficientemente numerosos e influyentes para defender con éxito sus privilegios ancestrales. Eran épocas -por qué no decirlo- en las que el peronismo aparecía como una minoría sufrida y arrinconada, que lograba a veces zanjar sus diferencias pronunciando esa vieja frase mágica que decía: «¡Olvidemos el pasado!»
Desde que aquellos enemigos de las causas populares se han convertido ellos mismos en peronistas, la ansiada unidad del peronismo salteño no solo es ya imposible sino que además es indeseable, inconveniente y carente de todo sentido.
Si algún momento de la historia tenía cierto sentido que el peronismo deseara unirse alrededor de algo, hoy seguramente no tiene ningún sentido que pretenda unirse para abarcarlo todo.
No es necesario hacer nombres. Si alguien quiere saber quiénes son los conversos, dónde se encuentran o qué cargos ocupan, basta con comparar los apellidos peronistas más prominentes de la actualidad con los de aquellos (pocos y humildes) que firmaban las esquelas fúnebres en los aniversarios de la muerte de Eva Perón y de Perón hasta 1982.
La aguda debilidad del peronismo (del tradicional y del advenedizo) es una realidad que ya no se puede ocultar, así como tampoco se puede negar que la apelación a la unidad es un recurso casi desesperado para lograr que esta fuerza política siga dirigiendo los asuntos del Estado como lo viene haciendo, casi sin interrupción, desde 1983 hasta la fecha.
Más todavía, la afanosa búsqueda de la unidad supuestamente perdida oculta la necesidad de conservar (y nunca mejor dicho) la estructura peronista para una oligarquía tan minúscula como poco ilustrada, que aspira a seguir colocando a sus hijos dilectos al frente de unas instituciones que son de todos: de peronistas y de no peronistas.
A diferencia de lo que ha sucedido en elecciones anteriores, en Salta no hay actualmente ninguna fuerza política hegemónica. Y es bueno que no la haya.
Esta es la verdadera razón por la cual los líderes más visibles están buscando conformar frentes amplios y no excluyentes. Llamativamente, todos trabajan en la misma dirección. Todos están hablando con todos.
Pero esta conversación abierta y multilateral dejará de ser saludable en el mismo instante en que nos demos cuenta de que las llamadas a la unidad de los que hoy se dicen peronistas, no persigue como objetivo el de acotar la oferta política y facilitar la elección a los ciudadanos, sino simplemente pretende curar las heridas del peronismo cainita y volver a convertirlo en una fuerza electoral arrolladora, excluyente, destructora del pluralismo y feroz enemiga de los partidos opositores.
En todos estos años de precaria democracia, el peronismo que hoy vuelve a presentarse como «prenda de unidad» se ha mostrado «amigo» de los demás partidos antes de las elecciones, pero después de haber conseguido inmovilizarlos en su tela de araña, les habrá absorbido y poco más tarde le devorará la entrañas. Así ha funcionado el peronismo frentista y así pretende seguir funcionando.
Estoy prácticamente convencido de que en caso de que esta estrategia rinda los frutos esperados, el peronismo (tanto el falso como el auténtico) recuperará el centro de la escena política, pero a diferencia de lo que venía sucediendo hasta hace pocas elecciones, acabará desigualmente repartido en casi todo el arco político, para mayor confusión del electorado.
Vistas así las cosas, daría la impresión de que con exigir a los futuros aliados un certificado de pureza de sangre no peronista estaría todo solucionado. Pero no es así. Nada es tan fácil en Salta.
Lo importante para Salta ahora no es tanto que el futuro Gobernador no sea un peronista de pata negra, sino que el gobierno (sus decisiones, su forma de gobernar, su relación con los ciudadanos) no lo sea; es decir, que se comporte de una manera enteramente diferente.
Y para eso, lo peor que se puede hacer ahora es tejer alianzas poniendo por delante la condición de peronista o no peronista de quienes van a conformarlas. Quizá haya llegado el momento de valorar a los posibles candidatos por lo que realmente son y lo que valen, y no por la estampita que guardan en sus portadocumentos o por los santos a los que rezan antes de acostarse.
En otras palabras, Salta necesita pasar página del peronismo, de su folklore y de sus vicios ancestrales, de sus punteros y de su feligresía entusiasmada, pues hasta aquí toda esta combinación kitsch, que ahora suma elementos del tradicionalismo gaucho y del clericalismo más cerril, solo ha traído atraso, miseria, aislamiento y enfrentamiento entre los salteños. Es decir, no ha dado ningún resultado positivo, si por resultado entendemos aquello de la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.
Pasar a retiro al peronismo es más una cuestión práctica, basada en verdades históricas firmes e incontestables, que una actitud de odio o de desprecio hacia una fuerza política determinada o hacia sus iconos históricos.
El peronismo -y nadie tiene que sentirse ofendido por decirlo- no ha conseguido afianzar la democracia en Salta sino deformarla, en su propio beneficio y en el de una casta que asombrosamente no ha dejado nunca de parecerse a sí misma. Ha degradado a la sociedad, fracturando la solidaridad y profundizando las injusticias que debió combatir, y ha empobrecido a la política, anulando su diversidad. Es con esto con lo que hay que acabar.
Y solo podrá hacerlo un gobierno de transición, que se plantee como objetivo político mínimo, no acabar con el peronismo (lo cual sería mezquino y revanchista) sino rescatar definitivamente a la democracia de su encierro, desmontando pacientemente todo aquello que impide que los salteños puedan tomar las riendas de sus vidas, parecerse a sus semejantes del resto del mundo y decidir su futuro en libertad, que es justamente lo que el peronismo que conocemos nos ha venido impidiendo.