
La carta contiene algunos pasajes tristísimos, desalentadores, que revelan hasta qué punto ha calado en la sociedad argentina la idea de que los gobiernos democráticos son inconmovibles y que cualquier intento de ponerles fin -incluso por vías democráticas- es poco menos que un crimen.
Para no extenderme demasiado, me detendré en el pasaje de la carta en que Cristina Kirchner acusa a Nancy Soderberg de «repartir folletos difamatorios frente al hotel donde me alojaba en oportunidad de mi participación en la Asamblea General de las Naciones Unidas o distribuyendo afiches pidiendo el fin del gobierno elegido democráticamente por el pueblo argentino».
La acusación, en sí, es banal. Pero no lo es tanto el adjetivo empleado por Kirchner en la carta, en la que se califica a estos hechos como «acciones deleznables» y como «cuestión de Estado».
Discrepo respetuosamente con la Presidente de la Nación. No me parece que desacreditarla, de palabra o por escrito, e intentar disminuir la buena opinión que la gente tenga de ella y su fama sea una «acción deleznable». Menos aún, que lo sea el que alguien distribuya afiches pidiendo el fin de un gobierno elegido democráticamente; sea que se haga en la Argentina, en los Estados Unidos o en Yemen.
Desde luego, la Presidente de la Nación está en su derecho de calificar como desee aquellas acciones que ella considere que atentan contra su honra o su buen nombre, pero no me parece que le asista el mismo derecho para denigrar a las personas que se manifiestan y distribuyen afiches pidiendo el fin de su gobierno. Cualquiera tiene derecho de hacerlo, sea norteamericano, tartagalense o mongol.
Los gobiernos, incluso los democráticos, nacen para caer. Incluso aquellos con mandatos fijos y sin responsabilidad parlamentaria (es decir, los que no pueden ser abatidos por una moción de censura o por la pérdida de confianza de las cámaras) pueden -y en algunos casos, deben- terminarse antes de que expire el mandato. No hay nada de malo en que un ciudadano, aun sabiendo que su gobierno fue electo por cuatro, cinco o seis años, exija su dimisión antes de que concluya el mandato.
¿Cuántos franceses desearían que se acabara hoy mismo el gobierno de François Hollande, que tiene un mandato fijo hasta 2017?
No es de ningún modo deleznable ni criminal que los ciudadanos se organicen y se manifiesten para pedir que un gobierno cese anticipadamente. En nombre de la mayoría democrática no se puede impedir que las minorías se expresen. La creencia de que todo aquello que va en contra de la mayoría democráticamente constituida es antidemocrático per se, no solo es una falacia: es la negación de la democracia misma.
Obsérvese que la señora Kirchner no habla de una conspiración internacional para derrocarla: habla de unos señores que reparten afiches en los que se pide el fin de su gobierno. Creo que hasta aquí podríamos llegar.
La historia doméstica nos ha acostumbrado a que los gobiernos legales y democráticos sean desplazados solo por gobiernos autoritarios y dictatoriales. En nuestros reducidos esquemas mentales no entra la idea de que un gobierno democrático pueda caer, por la pérdida de apoyo popular, antes del tiempo establecido, y ser reemplazado por otro gobierno igualmente democrático y legítimo, o incluso más.
¿A quién se le puede impedir que desee o exija el fin de un gobierno democráticamente elegido por el pueblo si ese gobierno es malo, carece ya de apoyos y de consenso y se ha convertido en una tiranía encubierta?
Pero todavía más: ¿qué norma impide que alguien desee o pida el fin de un buen gobierno democrático?
Mucho me temo que la señora Presidente de la Nación, así como no domina el arte del buen escribir, tampoco maneja muy bien los hilos teóricos de la política, como sus incondicionales dicen que hace. El solo hecho de discrepar con su gobierno y desear que se acabe no significa sin más que alguien quiera sacar los tanques a la calle como antaño (si es que todavía hay tanques en la Argentina) y embarcar a la Presidente en un helicóptero para iniciar un viaje con rumbo desconocido. Nadie, excepto el tirano disfrazado, piensa que acabar con el propio gobierno democrático significa acabar con la democracia o, aun, con el propio Estado.
Deleznable, lo que se dice deleznable, es otra cosa. Casi todos sabemos lo que es. Lo que ocurre es que pocos se animan a decirlo.
Y cuando algún gobernante -especialmente si es democrático- insinúa que la existencia de ciudadanos descontentos y de opositores activos, en vez de ser un asunto normal, es una «cuestión de Estado», lo que hay que hacer es encender todas las luces de alarma.