El valor de la coherencia en política

  • El ejercicio de la política predispone muchas veces, y otras obliga, a efectuar concesiones, que a veces son dolorosas pero que tienen siempre un límite concreto. Quien en nombre de la política sostiene o practica que no existen límites para las concesiones políticas es aquel que no desea someterse al juicio crítico de sus semejantes.
  • Concesiones a los populismos extremos

La desaparición de los partidos políticos, como instituciones centrales del sistema democrático, y su sustitución por instancias individuales o pluriindividuales que se montan, se desmontan y trasladan de un lugar a otro en cuestión de horas, ha propiciado que nuestros políticos, además de movedizos, sean incoherentes.


Tanto para evaluar a un político que se ofrece como candidato al electorado, como para juzgar el desempeño de quien ha ejercido un cargo público por elección popular, hace falta una foto estática, que los interesados, por exigencias del guión, no están dispuestos a conceder. Son o se han convertido en unaccountables, en el sentido de que sus continuos viajes ideológicos, sus saltos entre opciones políticas muchas veces contradictorias y su falta de compromiso los han vuelto escurridizos e inasibles.

Conste de que no se trata de exigir de nuestros políticos una férrea «fidelidad a sus ideas», que muchas veces es imposible de conseguir, no por las continuas infidelidades que cometen sino más bien por la ausencia casi absoluta de ideas.

Se puede cambiar de ideas. Faltaría más que no se pudiera en un mundo que cambia por horas y que con sus virajes muchas veces brusco deja fuera de juego al más pintado. De lo que se trata es de mostrar una línea de pensamiento consistente e identificable fácilmente. Quien no consigue dar la talla en este aspecto no merece seguramente que los ciudadanos confíen en él.

Por ejemplo, no se puede clamar por previsibilidad, como lo hace el Gobernador de Salta, y ser al mismo tiempo personalmente imprevisible, lo que no solo se consigue cambiando de ideas sobre temas críticos cada cierto tiempo y en función de las preferencias supuestas de los electores, sino cambiando de partidos, de aliados, de estrategias y de actitudes con frecuencia. En este sentido, personajes como Juan Manuel Urtubey, por su propensión a la inestabilidad emocional son de lo menos recomendables para ejercer responsabilidades políticas críticas.

Es difícil pedir coherencia a quien demuestra que carece de principios o que considera que todos ellos se pueden negociar en política «cuando se discute poder». Si la coherencia es la actitud lógica y consecuente con los principios que se profesan, cuando no se profesa ninguno o cuando los principios directamente no existen o se utilizan con libertad como moneda de cambio para las transacciones políticas más elementales, la coherencia no existe y la evaluación de los políticos, así como la rendición de cuentas, devienen imposibles.

El ejercicio de la política predispone muchas veces y otras obliga a efectuar concesiones, que a veces son dolorosas pero que tienen siempre un límite concreto. Quien en nombre de la política sostiene o practica que no existen límites para las concesiones políticas es aquel que no desea someterse al juicio crítico de sus semejantes, el que prefiere actuar «con las manos libres», sin compromisos, o aquel que quiere contentar a todos, aun a costa de sus propias convicciones.

La coherencia como valor, no prejuzga sobre la orientación política. Se puede ser coherente alrededor de valores tradicionales y conservadores, como se puede ser coherente en torno al cambio y al progreso. Incluso se puede ser coherente en una mezcla equilibrada de ambos, en la medida en que una persona pueda reconocerse en tales valores a lo largo de su trayectoria política. Lo que no se puede hacer es ser tradicionalista y conservador aquí y ahora, y revolucionario o reformista a dos mil kilómetros y dentro de unas semanas. Cuando la política pierde su seriedad, el peligro más cercano es el caos.

La falta de coherencia, los políticos de las mil caras y de las manos libres, están propiciando (en algunos casos sin querer, pero en otros queriendo) el resurgimiento de los populismos extremos. Su actitud irresponsable está fomentado la división, la falta de concordia y la pérdida de los valores democráticos. El verdadero demócrata jamás sacrifica su consistencia personal y reniega de sus principios por un puñado de votos. Quien así lo hace es porque solo está obsesionado con el poder, una patología que demuestra por sí sola la falta de cualidades personales para gobernar.

La complejidad de las sociedades modernas y sus continuos cambios obligan a frecuentes reposicionamientos. Pero ninguna adaptación de nuestros pensamientos debe favorecer la irresponsabilidad de los políticos y allanar el camino hacia el populismo. Al contrario, una ciudadanía consciente de su responsabilidad solo puede aprovechar las transformaciones sociales para exigir de sus dirigentes políticos un mayor compromiso con la transparencia y el rigor, y no -como pretenden algunos como Urtubey- para dejarle a él y a sus amigos la mayor libertad de hacer lo que les plazca.

La coherencia existe y es necesaria en los contextos más imprevisibles, y especialmente útil allí donde las tentaciones populistas inmediatas amenazan con acabar con los valores democráticos, como el de la responsabilidad y la rendición de cuentas.