
Hará falta tiempo para que los salteños nos demos cuenta de todo lo que hemos perdido durante el largo y tedioso gobierno de Juan Manuel Urtubey.
En los últimos once años, los salteños han criticado mucho a su Gobernador, pero han conseguido bastante poco con sus críticas. Casi nada ha logrado conmover la impavidez y el ensimismamiento del poder: ni las críticas certeras y sosegadas, ni los bárbaros ataques, vulgares e infundados, que alguna gente dedica al Gobernador y a su familia, cual si fuera lo más natural del mundo.
Por supuesto, no todos los males que padecemos son culpa de ese Gobernador que llegó a la oficina prometiendo hacer olvidar los tiempos más ruinosos del sultanato que le precedió y terminó calcando y amplificando cada una de las costumbres del sultán, hasta las más abyectas. Pero la única verdad es que, desde 2007 a la fecha, en vez de haber avanzado, Salta ha retrocedido de una manera tan extraña, que la debacle solo se puede explicar por los enormes agujeros políticos y las carencias intelectuales de un gobierno que se empeñó en morder más de lo que podía masticar.
Quizá lo único que anime a la ciudadanía frente a un panorama tan sombrío es la certeza de que Juan Manuel Urtubey no volverá a presentar su candidatura a Gobernador de Salta. Al menos no en las próximas elecciones.
Pero es esta una esperanza muy débil, porque ya todos estamos viendo cómo Urtubey ha empezado primero por promocionar a dos de sus hermanos para terminar haciendo lo mismo con su hijo mayor, lo que nos confirma que el Gobernador de Salta se dispone a fundar una dinastía que ni su propio padre -un hombre inteligente, influyente y prolífico- se animó en su día a fundar.
El peligro de que los próximos cuatro años de gobierno sean solo un breve respiro entre dos tiranías familiares es bastante alto, puesto que hay mucha gente interesada -no solo parientes del Gobernador- en que así ocurra.
Evidentemente, si esta estrategia da resultados (lo que puede ocurrir tanto si Urtubey tiene suerte en su carrera hacia la Presidencia de la Nación como en el caso contrario) la democracia republicana de Salta sufrirá un retroceso significativo, un golpe quizá definitivo.
Por eso es que 2019 es un año crucial para los salteños y para su futuro. Lo es porque hay mucha gente que piensa que tenemos que seguir por este camino de titubeos y grandilocuencias que hemos transitado durante los últimos once años, porque es lo único que asegura -según ellos- que sus hijos puedan comer y prosperar, aunque sea a costa del alimento y la prosperidad de los hijos de los demás, y con grave sacrificio del futuro de todos.
Pocos son en realidad los que han tomado conciencia de la importancia del momento. Algunos se la ven venir y ya mismo están poniendo las barbas en remojo; pero otros, que planean un aterrizaje suave, están organizando las cosas de un modo tal que el sultanato y el resultanato se queden pequeños en la historia ante el amanecer de una nueva era de arrollador personalismo voluntarista, inspirado por supuesto en la vida y pasión de los dos últimos Gobernadores de Salta.
Soy de los que piensan que hay que cambiarlo todo (y por «todo» entiendo «todo») y que la oportunidad es ahora. Para cambiar es preciso admitir que lo que tenemos no ha dado resultado; que las políticas que se nos han propuesto han fracasado, una tras otra, y que su fracaso nos ha conducido a una situación crítica que estamos obligados a superar entre todos si es que queremos seguir existiendo y si todavía tenemos ganas de vivir juntos y en una paz razonable.
El desafío no es pequeño, de ningún modo, porque de lo que se trata, nada menos, es de superar una larguísima etapa de egoísmo enloquecido, de delirios de grandeza ilimitados, de narcisismo acendrado. Debemos mezclarlo todo y barajar nuevamente, porque si nada de lo que ahora está en pie nos sirve para resolver los problemas del presente, ninguna esperanza hay de que los artefactos políticos conocidos puedan resolver los problemas del futuro.
Desafortunadamente, si echamos una mirada al circo (en el que se mezclan sin posibilidad de distinguir entre unos y otras, los domadores y las fieras) nuestra esperanzas de atravesar con éxito este desafío que se nos presenta se vuelven bastante modestas. Ninguno de los que han anunciado su intención de presentarse a las próximas elecciones despierta una especial ilusión; casi ninguno garantiza el cambio que necesitamos.
Razón por la cual, si queremos cambiar y dejar atrás definitivamente la dilatada dictadura de la oscuridad y el personalismo, somos los ciudadanos los que tenemos que asumir el protagonismo y señalarle el camino a quienes aspiran a representarnos. Pocas ocasiones tan propicias para hacer una cosa así ha habido en el pasado.
De nosotros y de nadie más depende, pues, que 2019 sea un año de cambios reales. Si los ciudadanos no conseguimos invadir el espacio público e imponernos al paternalismo -o para decirlo con una palabra que cada vez me parece más divertida- al heteropatriarcado peronista, nuestra suerte estará echada por lo menos hasta 2070.