El federalismo vibrante de Urtubey

  • La palabra federal suena muy bien a ciertos oídos, pero no sirve para mejor cosa que para designar a una técnica particular de distribución del poder.
  • Otro abuso del lenguaje

La idea federal se ha convertido, desde hace algunos años, en un refugio seguro para los que tienen pocas ideas políticas en la cabeza.


Lo ha demostrado ayer el gobernador Juan Manuel Urtubey con su arrobada declaración de amor por el federalismo vibrante, del que él no solamente se dice partidario sino también su encarnación viviente en este castigado valle de lágrimas.

Para empezar, no puede haber un federalismo vibrante, por la misma razón de que no puede haber un federalismo de baja intensidad, un federalismo triste o un federalismo alegre. O hay federalismo o no lo hay. No lo puede haber en más o en menos. Como el factor Rh en la sangre.

Otra cosa es que el federalismo funcione o no, pues esto depende de muchos factores, que generalmente no se eliminan o corrigen inyectando más federalismo o creando un federalismo de buenas vibras, sino cumpliendo con la distribución de poderes y competencias que ya está establecida en la Constitución.

La palabra federal suena muy bien a ciertos oídos, pero no sirve para mejor cosa que para designar a una técnica particular de distribución del poder.

Es decir, no es un principio fundamental, no es una ideología, no es una forma de gobierno, ni un modelo de relación entre el Estado y la sociedad. Es una idea accesoria y contingente, que, además, puede ser revertida en cualquier momento, mejorada o archivada sin mengua de los valores que presiden nuestra convivencia. Convertirla en un principio no es ya un error; es que el federalismo como principio es imposible desde el punto de vista filosófico.

Ya he dicho muchas veces que el federalismo no significa tanto la exaltación de las autonomías locales preexistentes, como la afirmación de la unidad de una diversidad territorial, a través de ciertos elementos comunes. Es decir, que la idea federal original es la de crear un ente único que antes no existía y darle a este ente los poderes que necesita para alcanzar la unidad anhelada. Será más fácil lograr la «unidad federal» (¡vaya paradoja!) cuando las unidades preexistentes son más o menos homogéneas, política y culturalmente, que cuando no lo son.

Federal, lo que se dice federal, era la antigua Yugoslavia. Basta con ver lo que ha pasado en aquella región del mundo para darse cuenta de muchas cosas.

Pero resulta que entre nosotros, los argentinos, el federalismo es todo lo contrario; es decir, consiste en cepillarle las facultades a ese ente único y excepcional que es el Estado central, pero no para rescatar la diversidad, sino para alcanzar la uniformidad (cosa curiosa), como lo demuestra la existencia de una miríada de consejos federales (no previstos de ningún modo por la Constitución). En estos consejos multisectoriales cada provincia está representada, pero no para hacer lo que se le ocurra con su autonomía, sino para seguir las directrices unificadas del poder central.

Si los gobernadores que se han unido bajo el rótulo de federalistas se creyeran en serio la etiqueta, en vez de unirse y proponer una política común, cada uno iría a su bola, defendiendo la autonomía de sus provincias y de sus decisiones; pero no solo frente al poder central, sino también frente a los poderes vecinos.

No se es más federal, precisamente, por ponerse de acuerdo con los gobernadores de otros territorios postergados para hacer las cosas de un modo parecido. No se es más vibrante por autodefinirse como federalista y luego practicar activamente el unitarismo, en los consejos interministeriales o en las reuniones de gobernadores desafortunados. Todos estos federalistas de boquilla, lo que quieren es instalarse en Buenos Aires a darle órdenes a todo el país. De hecho, alguno -como Urtubey- ya está instalado.

Aprendamos de los políticos norteamericanos y no tanto de sus banqueros y sus economistas. Sepamos el valor que tiene para nosotros la unión, y no tiremos cañitas voladoras federalistas para que vuelen 150 metros y luego acaben clavadas en el suelo o prendiendo fuego a los pastizales. Que lo «vibrante» sean valores como la democracia, la libertad, la justicia o la igualdad, que se pueden practicar con auténtica pasión republicana. Pero no el federalismo, que es frío como la piel de un sapo en los días de lluvia y charcos.