Ideología de género y anticlericalismo

  • La autora de este artículo niega que exista una ‘ideología de género’ y denuncia el intento de algunos sectores de la extrema derecha de confundir las luchas de las mujeres por la igualdad con el anticlericalismo visceral.
  • Una confusión más que interesada

El debate sobre la existencia o no de una «ideología de género» es bastante pobre en contenido y se afirma sobre unas bases teóricas cuanto menos discutibles, que hasta ahora no han sido examinadas en profundidad por nadie: ni por los que dicen profesar esta nueva ideología, ni por los que organizan jornadas de oración y retiros espirituales para echar sobre aquéllos todas las maldiciones de la que la religión es capaz.


Para quienes entendemos el pensamiento ideológico como la justificación del sistema totalitario de gobierno, la expresión «ideología de género» es poco respetuosa, no solo del género femenino en su conjunto, sino de las millones de víctimas de los totalitarismos, de cualquier signo que sean.

En la defensa de la mujer y de la igualdad con el hombre en una multitud de aspectos de la vida social y cívica hay una enorme variedad y diversidad de pensamientos, la mayoría de los cuales no son prisioneros ni rehenes de una ideología determinada. Evidentemente, existe una corriente muy visible y muy activa del feminismo radical, que algunas personas identifican con la izquierda extrema pero que otros no dudan en vincular con la derecha más intolerante. No hay acuerdo sobre esto. Y solo esta falta de acuerdo nos debería obligar a pensar antes de diseñar y colgar etiquetas.

Tampoco hay acuerdo, por cierto, sobre el papel del feminismo libertario y del feminismo moderado, que carecen -por así decirlo- de «aspiraciones únicas» y que se pueden distinguir perfectamente de otras posturas políticas y sociales que lanzan feroces ataques, no solo a las instituciones establecidas -como el gobierno o la Iglesia- sino que también la han emprendido contra una diversidad de grupos sociales semiindependientes que defienden los derechos del individuo por encima de cualquier otra consideración.

En resumen, que la de «género» es una idea muy amplia y muy variada como para que alguien, sin el debido cuidado, la confine y la mantenga prisionera en cualquiera de los dos extremos del arco ideológico.

A ciertos sectores de la derecha le incomoda sin dudas que algunas mujeres hagan progresos en la conquista de sus derechos y sus espacios de influencia. Pero este fenómeno no es nuevo, ni mucho menos. A ciertos sectores de la izquierda les molesta todo aquello que huela a sacristía; pero cosas como esta ya sucedían en la Edad Media. Si hay algo viejo como el andar a pie eso es el anticlericalismo.

Por supuesto, hay un feminismo radicalmente anticlerical, como hay en el seno de la Iglesia sectores ultramontanos que los miran con una enorme desconfianza, y ahora hasta con miedo. Pero no conviene -ni a las mujeres ni a la Iglesia- confundir el anticlericalismo con las reivindicaciones igualitarias en favor de las mujeres. Para decirlo rápidamente, no todos los anticlericales son feministas y no todos los feministas son anticlericales.

No estamos, como pretenden algunos, en el amanecer de una nueva era, ni asistimos a la creación de un nuevo estilo de pensamiento ideológico tan desmesuradamente ambicioso que convoque a un entusiasmo activo y constante para que las masas abandonen su pasividad y se lancen en tropel a destruir al antagonista. Hasta el feminismo más combativo está lejos de este «ideal» de conquistar el poder y de proclamar la supremacía de una clase o de una raza.

Pero no preocupa tanto cuán lejos están ciertos sectores radicales de contagiar su entusiasmo a toda la sociedad, sino la forma tan precaria con que los presuntos agredidos están reaccionando. Porque en el seno de la Iglesia -acostumbrada como ninguna al anticlericalismo en sus más alocadas manifestaciones- hay señales inequívocas de debilidad y de despiste frente a una amenaza que poco tiene de ideológica y mucho, en cambio, de política.

En el ataque desembozado a la Iglesia hay mucho de insatisfacción política: la que provocan generalmente las hegemonías largas, las influencias continuas, los movimientos silenciosos tras los bastidores, los intereses inconfesables. Los insatisfechos señalan a los sacerdotes pero en realidad apuntan a su comodidad, a sus privilegios, a sus prebendas; en definitiva, a su poder, que juzgan exorbitado. Los escándalos sexuales de los curas y las causas judiciales contra ellos son solo una herramienta en la lucha contra el poder incontrolado, frente a la cual, en vez de oponer inteligencia, sinceridad y espíritu cristiano, los concernidos oponen mezquindad, ocultamiento y una buena dosis de estupidez.

Porque es una preocupante señal de estupidez que alguien pueda pensar que la proliferación de escándalos sexuales y causas judiciales conexas sea una manifestación de la «ideología de género» o de la «inmundicia del mundo», y no ver en el problema una amenaza mayor a la credibilidad de una institución que siempre ha basado su ascendiente social en unos principios sólidos de doctrina moral. Antes que atascarse mentalmente, la Iglesia debe reaccionar con transparencia y con lucidez, pero esta reacción se está haciendo esperar, al menos en el caso de Salta.

Dicho en otras palabras, que la crisis moral de la Iglesia no se debe al avance de las mujeres y al progreso de sus reivindicaciones de igualdad, sino a otras causas. Echarle la culpa a las mujeres (a los homosexuales o a los travestis) de los problemas morales del clero no es solo misoginia: es mezquindad y responder al odio con más odio; es decir, asumir actitudes muy poco cristianas.

Pero la aparente desbandada de los sacerdotes, que tienen extraviado el norte moral y que ni siquiera saben utilizar su propia doctrina para defenderse, tampoco ha despertado especialmente la imaginación de unos anticlericales que actúan hoy con la misma puerilidad de la Edad Media. Quizá hoy hagan más ruido que antes, pero sus argumentos son, en el fondo, tan antiguos y previsibles como lo han sido siempre. Lo único sorprendente, de verdad, es que los clérigos de estos tiempos no se sienten especialmente fuertes ni preparados para defender lo que siempre han defendido.

El pensamiento político y social que aboga por la promoción de la mujer y la igualdad con el hombre en la vida pública y privada no puede de ningún modo ser considerado ni ideológico ni desintegrador. La Iglesia no puede cometer el error de responder a un ataque político con una reacción ideológica (dejando entrever, por ejemplo, que la política es simplemente un truco del Estado para impedir el reinado de la sociedad), ni tampoco responder solo en el plano político (con movimientos de poder, generalmente ocultos y embozados), sino defenderse con las dos armas que siempre ha sabido utilizar con destreza: el pensamiento y la doctrina.

La renuncia a esta defensa, la pasión por los atajos y las travesuras de palacio, es la victoria de los enemigos de la Iglesia, pero es también una derrota para la sociedad, que quiere que el clero descienda de su pedestal de poder y de privilegios, pero que no quiere ver a una Iglesia destruida e inerme, resignada y errática.