
Antes de ser Alcaldesa de Barcelona, la señora Ada Colau i Ballano era una especie de lideresa de la PAH (la Plataforma de Afectados por la Hipoteca). Tengo que admitir que la personalidad de esta señora nunca me ha resultado particularmente atractiva; ni antes, cuando defendía a los hipotecados, ni ahora, que -desde su cargo público- propicia la reprobación del Jefe del Estado, en nombre de su «republicanismo», poco conocido, por cierto, antes de resultar electa para el cargo.
En realidad, esta ‘distancia’ que me separa de la señora Colau (por llamarla de alguna forma) nada tiene que ver ni con su republicanismo tardío ni con su dañino ejercicio del cargo de Alcaldesa de una de las ciudades más importantes de la península y seguramente la más bonita. La distancia a la que me refiero está más bien relacionada con el asunto de las hipotecas, puesto que soy de los que, por no poder (o quizá no querer) acceder a un préstamo bancario, vive de alquiler en este país; es decir, soy de aquellos que ocupan un escalón inferior de protección al de los que en su día recurrieron alegremente a los bancos cuando a estos les sobraba dinero para prestar y había una abundante cantidad de viviendas en venta.
Muchos hipotecados -me consta- son personas honradas y esforzadas; especialmente las más jóvenes, a muchas de las cuales conozco y he defendido como abogado. Otros, en cambio (y aquí me temo haber incluido tal vez arbitrariamente a la señora Colau) son personas que en su momento -a pesar de aborrecer al capitalismo- salieron despavoridas a adherir a las operaciones especulativas de los bancos, teniendo como consumidores suficiente información y conocimientos para rechazarlas, por sus condiciones leoninas y usuarias, que eran de todos conocidas.
Los que alquilamos -lo puede imaginar todo el mundo- estamos a merced de nuestro arrendador, casi siempre, y es sabido que la ley que en este país rige los arrendamientos cada vez protege más perfectamente al propietario. Pero los hipotecados (así como los estafados con esas opraciones de especulación financiera que se llaman «preferentes») disfrutan de la tutela judicial más extensa que se haya conocido hasta ahora -incluso a nivel europeo- y, por si les faltara fuerza, se han organizado de una forma tan temible, que uno de los suyos hoy gobierna la segunda ciudad más importante del país. Casi nada.
El caso es que -fuera ya del mundo inmobiliario, o no tanto- la señora Colau se ha proclamado «republicana» (un sentimiento legítimo como el que más); pero ha dado un pasito incluso más peligroso: el de propiciar la reprobación del rey Felipe VI en el seno de la corporación municipal que preside, y que forma parte de ese mismo Estado del cual el mentado Felipe VI es el máximo símbolo y la más alta autoridad constitucional.
La reprobación del rey por parte de un Ayuntamiento no es ya tan legítima, pero no tanto jurídicamente (algo que está en dudas desde el último pronunciamiento del Consejo de Estado) sino desde el punto de vista moral. A Colau, como a otros de su mismo pelaje, la han elegido señores y señoras que tienen diferentes preferencias en relación con la forma de Estado; pero aunque la hubiesen votado solo los enemigos de la monarquía, su obligación es la de gobernar para todos (monárquicos y republicanos) por igual y no utilizar las instituciones para sacar a pasear su sentimiento antimonárquico.
Pero bueno, igual que pasa con muchas mentiras -que obligan a los mentirosos a seguir mintiendo para poderlas cubrir- el patinazo de Colau con el rey no se ha quedado en la mera reprobación, sino que ha forzado a la Alcaldesa a mostrar un poco más las uñas. El exceso ha tenido su sequel en una muy infeliz respuesta a un tuit de Manuel Valls, el exprimer ministro francés que quiere ser Alcalde de Barcelona (ciudad en la que ha nacido, por cierto), y que dijo que Colau «no era una persona de fiar» por haber propiciado precisamente la reprobación del Jefe del Estado.
Inmediatamente, la señora Colau y su principal escudero, el tucumano Gerardo Pisarello, que es su primer lugarteniente en la Alcaldía de la Ciudad Condal, han saltado a la yugular de Valls. El argumento es bastante simple: «Qué extraño que Valls -un republicano francés- defienda a la monarquía».
Cualquiera que haya leído el tuit de Valls puede comprobar que no hay en él ninguna defensa a la monarquía y sí mucha defensa del Estado de Derecho. El mismo Valls se ha encargado de subrayarlo después. Pero la cuestión no es esta. Si con su intento de reprobación al rey, lo que querían Colau y el tucumanazo señor Pisarello era exaltar «la república», con sus soberbias respuestas a Valls han dejado claro que lo que pretenden no es eso sino atacar a la monarquía; quizá no tanto al rey, pero sí a la monarquía, es decir, a la mismísima forma del Estado.
Es decir, se han pisado ellos solitos.
Y claro; en este país se puede criticar al rey (pronto -esperemos- se modificará el Código Penal para eliminar el delito de injurias a la Corona), pero no se puede -desde las instituciones- censurar la forma de Estado, por razones que son tan obvias que no necesito exponerlas aquí. Un ciudadano cualquiera -o millones de ellos- puede gritar en las calles «¡abajo la monarquía!»; quien no puede hacerlo es un cargo público, desde las mismas instituciones del Estado; sencillamente porque las instituciones no están para eso.
Pero entre Colau y Pisarello se han encargado de demostrar, la primera, que de Europa conoce poco, y el segundo, que el haber nacido en el Jardín de la República -cuna de la independencia argentina- parece ser una especie de patente de corso que autoriza a llevar el sentimiento independentista a cualquier parte del mundo. Es decir, un Narciso Laprida redivivo, trasplantado de la calle Congreso al Paseo de Gracia.
Veamos: Valls -al que con desprecio llaman ‘francés’ pero es bastante más barcelonés y catalán más genuino que el tucumano- es efectivamente un republicano francés, pero de la Vª República; es decir, un partidario de la monarquía republicana con la que soñó Charles De Gaulle y la que practicó con devoción François Mitterrand. Es decir, nada que ver con el neo-repubblicanesimo que pudo haber profesado la antigua novia italiana de la Alcaldesa.
Por otro lado, a Valls -al igual que sucede con muchos europeos- no le resulta de ningún modo indiferente que la instauración de la democracia en España (una democracia avanzada y bastante madura) se haya debido a la Corona, así como que la incorporación de España a la UE más democrática e igualitaria se haya producido también por el impulso del monarca, si bien es cierto obligado entonces por la decisión de unos políticos convencidos.
Cualquiera -menos algunos izquierdistas errantes con mucha patria y poca historia- se ha podido dar cuenta de que Valls no ha defendido a la monarquía sino a la legalidad constitucional de un país organizado como una monarquía parlamentaria y un Estado social de Derecho. Y que Colau ha defendido a una república, sin matizaciones ni aclaraciones de ninguna naturaleza, pues tanto es república aquella con la que ella sueña para el país en el que vive, como lo son algunos estados como Hungría o Polonia, que hoy están a punto de caerse de la Unión Europea por sus democracias iliberales; o el mismísimo Brasil, cuyo destino, justamente hoy, se encuentra en las manos de Dios y no precisamente en las de Maradona.
Más que republicano francés o monárquico español, Valls es un europeísta típico y tópico que piensa que las leyes están para cumplirse. Ese es quizá el mayor pecado que tiene el ser francés: pensar como Montesquieu. Colau -que es republicana hasta en Tucumán, en donde hoy gobierna una especie de ayatollah que dejaría a Khomeini a la altura de Gandhi- representa bien poco el mayoritario sentimiento europeísta de los barceloneses. Los europeos -incluso los independentistas, como escoceses, flamencos y corsos- respetan la ley... y la monarquía, en el caso de Reino Unido y de Bélgica.
En resumen, que este rifirrafe entre Valls, Colau y el tucumano Pisarello, me ha servido no solo para tomar partido por la ley, por la Constitución y por los valores de la Europa unida, sin importar las ideologías de cada quien, sino también para sentirme, por primera vez quizá en mi vida, satisfecho de ser salteño, pues con todo y nuestros defectos, ninguno de los nacidos en mi tierra -que yo sepa- ha ido por el mundo repartiendo tanta vergüenza.
No es cosa de República o de monarquía sino de respeto al Jefe del Estado, a la Constitución votada por todos, a la democracia y... a los ciudadanos de Barcelona. Así es en cualquier gran ciudad del mundo. Un alcalde no debería olvidar que representa a todos y no a una ideología. https://t.co/FoyKaHY28l
— Manuel Valls (@manuelvalls) October 27, 2018