
A menudo se piensa en la decadencia de una sociedad como en un proceso espontáneo, inevitable y no planificado. El caso de Salta desmiente esta creencia tan generalizada.
En nuestra Provincia la decadencia ha sido producto de un cálculo muy fino, de tiralíneas, efectuado por un cierto sector social, emparentado con la mediocridad, que pensó que hundiendo a Salta en el atraso y aislándola del mundo sería más fácil conquistar el poder y alcanzar sus mezquinos objetivos.
Desde luego, se han encontrado en su camino dificultades serias para alcanzar el poder, y muchos más obstáculos para hacer con él todo lo que se proponían hacer. La victoria ha sido, pues, parcial, aunque sigue siendo duradera.
La realidad del mundo y la evolución de la sociedad han sacado a la luz la mediocridad de los que gobiernan Salta desde hace un cuarto de siglo; ha desnudado su incapacidad para utilizar el poder en un sentido positivo y provechoso -excepto para ellos mismos- y puesto de relieve la gran diferencia que existe entre ganar unas elecciones y liderar efectivamente la vanguardia intelectual, moral y tecnológica de una sociedad.
El experimento arrancó en Madrid entre 1978 y 1980. Un pacto espurio -a la sazón no concluido- entre dos sectores enfrentados del peronismo local sentó las bases para un proyecto de dominación política de largo plazo, en el que aún estamos inmersos, o del cual somos víctimas, para mejor decir. Quien propuso aquel pacto fue muy claro hace cuarenta años: «Lo haremos con ustedes o contra ustedes. Elijan».
Solo había que esperar entonces que los militares abandonaran el poder en manos de los civiles, para reconstruir una democracia más formal que sustantiva, y para crear, pasado un cierto tiempo, un entramado de instituciones que fuesen manipulables por el poder de turno y de una calidad que no supusiera para el titular del poder una carga insoportable, de modo que se pudieran gestionar con las herramientas limitadas de su propia mediocridad.
Con la complicidad más o menos abierta de muchos salteños y el silencio irresponsable de una minoría ilustrada, inteligente y honrada, el proyecto de mediocridad inducida consiguió sobrevivir unos saludables treinta años, con una pausa insignificante pero honrosa entre 1991 y 1995.
El proyecto consistía en controlarlo todo; desde las fuerzas sociales libres hasta los agentes económicos. Todo tenía que estar al servicio de la causa. El que se movía no salía en la foto. No fue difícil; por la mentalidad feudal de nuestras clases sociales más dinámicas y por la docilidad de los más pobres, que siempre vieron en «el patrón» a la persona con más y mejores cualidades para gobernar a «los peones».
En los años 60 del siglo pasado Salta apuntaba maneras para ser una urbe de mediana dimensión, con un perfil productivo y cultural muy bien definido e insertado en un país orientado hacia el futuro. La violencia política juvenil de los años setenta, las inconsecuencias ideológicas del peronismo, el autoritarismo militar y una interpretación antojadiza del mundo democrático circundante hicieron el resto. Salta dejó de ser el norte de la Argentina para convertirse en el sur del continente contradictorio y racial que nunca quisimos ser.
No quiero decir que haya sido esta una opción ilegítima. Solo me permito pensar que fue una decisión equivocada y será la historia -no yo- la que lo demuestre.
La creciente altoperuanización de Salta no ha dado los frutos esperados, ni en materia de cohesión social, ni en materia de identidad cultural. Todo lo contrario. A diferencia de otros pueblos parecidos a nosotros, somos más plurales, más mestizos, más curiosos y más inquietos, pero a la vez infinitamente más dóciles y conformistas.
Todo ello hasta que en el horizonte se alzó la esbelta silueta de dos príncipes llamados a sintetizar en sus fantasías políticas la gloria y el esplendor del pasado y tensiones telúricas del pueblo llano que reclamaba no ser excluido del futuro. De aquellas viejas cualidades solo quedaron la docilidad y el conformismo. Todo lo demás, incluidas la pluralidad y la curiosidad, pereció debajo del aplastante rodillo del poder mediocre, convertido ya en la crema de la decadencia.
Los proyectos políticos actuales -si es que se puede hablar en estos términos- son defensivos, regresivos y temerosos del futuro. A los príncipes les asusta la inteligencia y más cuando ella brota de fuentes insospechadas y en los lugares menos advertidos. Y tiemblan ante la honradez, puesto que siempre se gobierna mejor cuando el ladrón cree que todos son de su condición.
La mediocridad ha esculpido nuestra decadencia con golpes certeros y fríamente planificados. No podemos quejarnos, más que por no haber hecho lo suficiente para evitar que sucediera. Ahora, cuando todo indica que vamos hacia una nueva vuelta de tornillo y que el poder apretará aún más las clavijas flojas, para que el pueblo inquieto permanezca en sus reductos y no se atreva a retar al príncipe, los poderosos afinan sus instrumentos para volver a la carga con sus ideas mediocres, sus instituciones deficientes, sus soluciones inconsistentes y sus pequeños personajes.
La honradez y la inteligencia han quedado arrinconadas en Salta. Ya no son ni pueden verse como virtudes cívicas, sino como expresiones de la candorosa ingenuidad de alguna gente (buenos alumnos, con gafas de pasta y zapatos de tacos de goma). La moral ha huido despavorida de los ambientes religiosos, hoy convertidos en repositorios de sacerdotes de mala baba y peor pluma; la política solo se practica en círculos cerrados, como las sectas más oscuras de los años setenta; la grandeza se ha evadido de los salones y la vulgaridad ha tomado su relevo; la decencia y la integridad personal han cedido en el preciso instante en que la gente se ha dado cuenta de que el que maneja los hilos del presupuesto es capaz de ajustar rápidamente las cuentas con los disidentes, de forma silenciosa pero muy persuasiva.
Ese es el terreno fértil en el que germinan las semillas del autoritarismo tradicionalista que nos oprime desde hace décadas. Esa es la verdadera Salta; la que vio nacer a varios Bolsonaros antes de que el verdadero naciera en Glicério.
Por tanto, si lo que queremos es prolongar cincuenta años más la dictadura de la mediocridad y que nuestros hijos y nietos vivan a merced de los caprichos de unos millonarios veleidosos y engreídos, pero torpes, ineficientes y poco cultivados, no habrá más remedio que elegir para que nos gobiernen a aquellos que los príncipes dicen que deben ser.
Y así quizá deba ser. Les pido perdón a aquellos que piensan que soy un insolidario y un insensible por haberme bajado del barco y no tener el placer -o la decencia- de hundirme con ellos.