
Desde hace tiempo es un secreto a voces que el anterior presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti, tiene su mira puesta en el Sillón de Rivadavia, al que aspira incluso desde antes que fuera designado para ocupar los mullidos sillones del máximo tribunal federal de justicia.
El poder, sobre todo cuando se ejerce sin los debidos controles, termina siendo siempre insuficiente. El que se siente tocado por la varita mágica del hada madrina del poder aspira siempre a más, y su aspiración, por lo general, no tiene techo.
El ejercicio de la potestad jurisdiccional del Estado exige cada vez más la posesión de unas cualidades personales especiales, entre las que se cuenta una gran capacidad para comunicar. Lo que antes era la regla -esto es, un juez encerrado en su despacho que solo opinaba a través de sus sentencias- se ha vuelto ahora una excepción. En los tiempos que corren, no se entiende el ejercicio de la función judicial desligado del contacto con los medios masivos de comunicación y con la opinión corriente de los jueces sobre una amplia gama de asuntos sociales, políticos y económicos.
Los jueces no solo han descubierto -por así decirlo- los encantos de la expresión libre, sino que también se han dado cuenta que cuanto más aumenta el volumen de sus opiniones decrecen proporcionalmente las recusaciones que le son dirigidas por haber opinado antes sobre un asunto sometido a su conocimiento. De allí que algunos jueces -no todos- le hayan tomado el gusto a los focos y a los micrófonos y busquen vivamente el contacto cotidiano o frecuente con la prensa, en la convicción de que su «imagen pública» es un activo indispensable para la tarea de impartir justicia.
Algo de esto le ha pasado a Ricardo Lorenzetti, con el agravante de que cada aparición pública suya, cada discurso, cada contacto con la opinión pública, lleva además otra intención, un poco menos noble: la de abrirse camino como eventual candidato a Presidente de la Nación.
Esta actitud del anterior presidente de la Corte Suprema ha recibido críticas de todos los colores; especialmente de sus colegas, y para ser más precisos, de aquellos que ejercen su oficio en los tribunales provinciales (es decir, en órganos que no dependen del poder judicial federal). A pesar de los cambios que se han producido en el último lustro, que han obligado a muchos jueces a salir del armario, otros muchos magistrados siguen siendo partidarios del recato personal, del bajo perfil, y muestran una tendencia más bien nula al exhibicionismo personal.
Pero mientras las críticas al personalismo de Lorenzetti parecen razonables y lógicas cuando quien las formula es uno de estos jueces discretos, se entienden bastante menos cuando quienes esgrimen tales críticas son jueces que, en sus jurisdicciones y a su nivel, ocupan grandes espacios en la prensa, opinan de todo lo que se mueve, integran academias, presiden museos, se dan el lujo de conducir programas de radio y en la soledad de sus despachos acarician el sueño de convertirse en gobernadores de sus provincias o en diputados nacionales.
Es más o menos como que Sofia Loren acusara de divismo a Gina Lollobrigida. El personalismo judicial no sirve cuando lo practica quien no es de nuestro agrado, pero es muy útil y constructivo cuando lo practicamos nosotros, que no somos personalistas para nada, aunque acaparemos todos los focos y los micrófonos que se hallan disponibles en la comarca.
El vedettismo judicial es un mal que convendría desterrar. La seriedad de los asuntos judiciales es incompatible con la ligereza de la imagen personal y, desde luego, imposible de alcanzar para quien, en vez de aspirar a solucionar pacíficamente las controversias entre los ciudadanos, pretende mandarlos látigo en mano desde un cargo en el que se puede hacer su santa voluntad y no ya en base a meras acordadas.
En una república, cualquiera -incluso si se es juez- puede aspirar a desempeñar otros cargos. Este no es el problema. Lo que no tolera la república es la impaciencia; es decir, que aquellos que permanecen ocultos en el closet y llevan a un servidor público en el alma, comiencen a ejercer como pequeños tiranos desde su sillón judicial, sin esperar a que el sufragio popular los coloque en posición de mandar en toda la extensión que ellos desean. El problema es, pues, que para estos servidores impacientes los tiempos y los procedimientos de la política son muy largos y engorrosos, respectivamente; de allí que prefieran acortar camino y empezar a dirigir la vida de sus semejantes desde un cargo que no está diseñado para tal propósito.
Llegar a los más altos puestos del Poder Judicial desde la política es muy malo para los que primero fueron políticos y después jueces; pero tan malo como eso es descubrir la tentación política habiendo sido juez toda la vida. Respetuosamente, es como esas personas que a una edad ya madura descubren que han vivido casi toda su vida en un cuerpo equivocado y se debaten entre acudir al cirujano o pedirle al servicial Assennato que rectifique su partida de nacimiento.