
La noticia de que la Corte de Justicia de Salta se apresta a contratar a una fantasmagórica consultora en comunicación para intentar superar sus problemas de imagen es doblemente preocupante.
La primera razón de esta preocupación es la de que los ciudadanos de Salta van a pagar con su esfuerzo el lavado de la reputación de un tribunal que afronta la incomprensión creciente y merecida de sus conciudadanos.
La segunda razón es que, bajo la excusa de un deterioro general de la «reputación judicial» se está enlodando injustamente a un sector amplio y mayoritario de la judicatura salteña, que no solo hace bien su trabajo sino que además no comparte en absoluto los excesos de poder de la Corte, que para casi todos son mucho más nítidos y notables desde diciembre de 2015 en adelante.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el problema de la reputación judicial no solo es antiguo sino que también es universal. No es un problema de Salta ni de su Corte de Justicia; ni es aquí más grave que en otros sitios.
Tal vez -y me arriesgo mucho al decirlo- el problema de la reputación obedece a una causa muy simple (lo que no quiere decir que la forma de resolverlo sea igualmente simple). Ese problema es la confusión mental y operativa entre «poder» y «autoridad», conceptos que vienen siendo objeto de atención y de distinción por la teoría política casi desde sus inicios, pero que los magistrados que integran la Corte de Justicia de Salta no parecen acertar a discernir.
El hecho de que la presidencia del tribunal sea ejercida desde finales de 2015 por un ciudadano que no pertenece formalmente al mundo judicial y que alcanzó su sillón por su brillante hoja de servicios al Partido Justicialista de Salta, no ha hecho de la Corte -como muchos piensan- un tribunal partidista ni politizado, sino aún peor. En menos de tres años, la Corte de Justicia de Salta se ha convertido en lo que nunca había sido antes: un videojuego de poder, por el poder mismo, sin autoridad. Lo demuestra su casi desesperado recurso al auxilio de la misma consultora de comunicación que desde hace años -aunque con escaso éxito- manipula la información del gobierno.
Dicho en otras palabras, que en algún momento los jueces de nuestro más alto tribunal han perdido de vista que una de las notas que caracteriza y singulariza al Poder Judicial es su falta de poder «of the purse or the sword» como escribió Alexander HAMILTON en El Federalista Nº 78. Para el influyente intelectual y hombre de Estado norteamericano, el Poder Judicial era el más débil de los tres poderes, precisamente por no tener el control de la bolsa o de la espada.
A todos los poderes conocidos y semiconocidos que tiene la Corte de Justicia se suman ahora su hiperactividad legislativa (the sword) y su pretendida autarquía financiera (the purse). Cualquiera puede darse cuenta de que esto no es normal ni saludable para el sistema político que protege nuestras libertades.
Y además es curioso, porque los jueces salteños acostumbran a decir con un orgullo que no les cabe en el pecho que sus poderes han sido diseñados a imagen y semejanza de las instituciones norteamericanas, negando y despreciando así cualquier influencia europea. Pues si por HAMILTON fuese, ellos siguen siendo el «poder débil» del Estado y el «menos peligroso», por lo que, en mi opinión, deben aprender a convivir con ello.
El caso es que la Corte de Justicia de Salta, sobrepasando a HAMILTON por tierra, mar y aire, controla el poder de la bolsa y de la espada, o pretende hacerlo, y quiere también, al mismo tiempo, que sus decisiones disfruten de la autoridad y la influencia de aquellos tribunales que pronuncian el Derecho y que al hacerlo se aferran a la Ley. Es decir, quieren hacer dos cosas que son incompatibles. Con la segunda se gana respeto, reputación e influencia; con la primera, normalmente se pierden estas tres cosas y algunas otras más.
Es por esta razón que la autoridad de un tribunal no se afirma en el ejercicio del poder desnudo, sino en una línea consistente de buenas decisiones. La Corte de Justicia de Salta solo puede mostrar cierto éxito en la primera tarea, pero en la segunda -hay que decirlo- solo ha cosechado fracasos rotundos.
Los jueces de la Corte de Justicia de Salta han querido alcanzar la dimensión de semidioses, capaces de modelar a su gusto las políticas públicas con un mínimo coste de popularidad, y no se han dado cuenta -no han querido darse cuenta, tal vez- de que son agentes de la sociedad y parte de una estructura política en la que están comprendidos y limitados.
El problema sigue siendo de poder, por cuanto un tribunal o un sistema judicial que disfrute de una mejor reputación, a menudo dispone de un espacio de libertad más amplio, mientras que un tribunal o sistema judicial con su reputación amenazada, no solo disfruta de menos libertad sino que además tiende a utilizar el poder para alcanzar las metas y satisfacer las preferencias individuales de los jueces. Es esto lo que está pasando en Salta ahora mismo.
La reputación judicial -que es la base de su autoridad, no de su poder- se construye con pequeñas grandes cosas como la velocidad en la adopción de decisiones, la creatividad, la precisión de sus juicios, el respeto a las normas generales preexistentes y, fundamentalmente, la independencia respecto del poder administrador. No hace falta ser un experto ni contratar a un auditor externo para darse cuenta de que la Corte de Justicia de Salta no ha conseguido resultados aceptables en casi ninguna de estas cosas.
El modelo teórico de agencia
En un libro muy interesante, los profesores Nuno GAROUPA y Tom GINSBURG proponen aplicar a la reputación judicial un modelo teórico llamado «agency model», que en su formulación más básica contempla a un «principal» y a un «agente».En el caso que nos ocupa, el principal es el público o el actor gubernamental que se sitúa en el centro de la escena política. El principal tiene unas determinadas tareas que cumplir y por razón de la experiencia o habilidad requeridas o por limitaciones de tiempo, prefiere delegar estas tareas en otro. Una vez seleccionado ese otro capaz de realizar las tareas delegadas, el principal le proporciona unas instrucciones, con un cierto nivel de detalle. Pero el agente, una vez en su puesto, puede seguir o no estas instrucciones, de modo que normalmente se requiere una continua vigilancia por parte del principal.
Para GAROUPA y GINSBURG, las tareas de seleccionar, instruir y monitorear a los agentes constituyen puntos clave de cualquier diseño institucional.
Aplicado el modelo al mundo judicial, los autores consideran que el «principal» es la sociedad y el «agente» son los jueces, cuyo poder se ejerce en cualquier caso en nombre de la primera.
Uno de los principales problemas del modelo de agencia es lo que se conoce como «asimetría de la información», que se produce cuando los conocimientos y las habilidades del agente aumentan (y así lo hace también su efectividad), provocando paralelamente una menor capacidad de rendición de cuentas, por cuanto al principal se le hace cada vez más difícil entender los esfuerzos del agente. Se produce entonces el riesgo de que el agente actúe de acuerdo a sus propias preferencias e ignore en consecuencia las preferencias del principal. Esta asimetría da como resultado que el principal deba invertir más recursos para controlar el trabajo del agente.
La cuestión se complica todavía más si tenemos en cuenta de que el «principal» selecciona e instruye a los jueces a través de sus representantes políticos, pero para que los jueces controlen a su vez a estos mismos representantes políticos. La relación precisa entre los ciudadanos, los políticos y los jueces es, por lo tanto, variada y complicada.
Las dificultades para controlar el trabajo del agente son mucho más profundas cuando el «producto» que se espera de él es algo tan abstracto y complejo como el Derecho. Cualesquiera sean las tareas concretas de un juez, estas casi siempre involucran el uso del cerebro y, por lo tanto, nunca es fácil saber cuándo un magistrado ha puesto su mejor esfuerzo en una tarea determinada o ha creado el producto perfecto.
El control de los jueces y la construcción de su reputación varía también en función de las «audiencias» a las que se dirige su trabajo, que no siempre será valorado del mismo modo según quién sea el que lo haga. Estas audiencias son fundamentalmente cuatro: 1) los otros jueces; 2) los abogados; 3) los expertos juristas y profesores de Derecho y 4) el gran público.
En busca de una solución
Se produce en Salta un fenómeno muy particular, por cuanto mientras en casi todos los países del mundo la reputación judicial varía notablemente entre las diferentes «audiencias», los productos de la Corte de Justicia de Salta son cuestionados por todas ellas; empezando -paradójicamente- por los otros jueces.Solo esta circunstancia nos inclina a pensar que el problema que enfrenta hoy la cúpula del Poder Judicial de Salta está muy lejos de ser un problema de imagen o de comunicación y que, por ello, la contratación de una consultora local que se encarga de este tipo de asuntos no va a conseguir sino agravar la situación que se pretende superar.
El problema es de naturaleza política y constitucional, pero está fuera del alcance de las competencias de los miembros del propio tribunal. El error ha consistido en pensar que estos jueces -que siempre se han creído portadores exclusivos de habilidades políticas superlativas y conocimientos constitucionales inmejorables- pueden solucionar por sí solos un problema de semejante calado, sin dar participación en el juego a las demás «audiencias».
En otras palabras, que los jueces de la Corte de Justicia de Salta creen que son capaces de resolver por sí un problema que es de todos y que por serlo requiere de un esfuerzo colectivo y concertado para superarlo.
Cualquier solución pasa por considerar al Poder Judicial como un «agente» cuya misión y funciones deben ser reorganizadas de los pies a la cabeza por el «principal», con la participación activa e inexcusable de los todos los sujetos concernidos, de todas las «audiencias», sin exclusión de ninguna de ellas.
Creer que algo se va a corregir escribiendo en los partes de prensa palabras como «beneficiar», «acompañar», «entregar», «fortalecer» o «diagramar» -expresiones paradigmáticas de la perversión del lenguaje gubernamental- es de una ingenuidad francamente imperdonable.