
Confundir a los jueces con la justicia es más o menos como confundir a los curas con Dios, como dijo el novelista francés Jean Baptiste Alphonse Karr. «Así se acostumbran los hombres a desconfiar de la justicia y de Dios».
El desprestigio de la justicia de Salta no es un fenómeno de alcance institucional, felizmente, porque entre la variada fauna judicial hay magistrados y magistradas con una gran vocación por el trabajo y un apego a la ley a toda prueba. Estudiosos y estudiosas, trabajadores y trabajadoras circulan como hormiguitas por los pasillos de la Ciudad Judicial, intentando solucionar problemas y disputas con ecuanimidad, con respeto a los derechos, y fundamentalmente, como dicen las leyes que hay que resolverlos.
El desprestigio de la justicia de Salta es en todo caso un fenómeno individual, o, para mejor decir, pluriindividual, y afecta a un slice de la judicatura que se encuentra muy cerca de la cúpula. Si nunca antes en Salta la profesión judicial ha experimentado un descrédito de semejante magnitud, no hay que buscar las razones en las hormiguitas de los juzgados inferiores, sino en los mejor inciensados despachos que se encuentran cerca -física y espiritualmente- de los que mandan.
Ellos -los que mandan- se han leído un par de manuales sobre la independencia judicial y, con esa enorme capacidad que tienen para entender blanco donde los libros ponen negro, dicen que para que ellos sean independientes necesitan todavía más poder del que tienen. Esta estrategia es nueva; data de dos años y medio, aproximadamente.
Ellos -los que mandan- olvidan que la independencia judicial no es una prerrogativa corporativa de los jueces, que les permite campar a sus anchas y decidir sobre la vida y la hacienda de las personas tras revolear una moneda, sino un derecho fundamental de los justiciables.
Ellos -los que mandan- se quejan de que su trabajo esté cada vez más expuesto en las redes sociales y que se les juzgue sin piedad, más o menos como hacen ellos, solo que a través de sentencias que muchas veces no se pueden recurrir. Más o menos como hacen ellos. Se quejan de la insoportable ligereza de los diputados «que no se leen los expedientes», pero no vacilan en hacer añicos la independencia interna de los jueces inferiores, sin darse cuenta de que los ciudadanos, los titulares del derecho, son cada vez más conscientes que los ataques a la independencia judicial no solamente pueden provenir de actores que no pertenecen formalmente al aparato judicial, sino que también pueden tener su origen en el propio campo institucional de la justicia.
Ellos -los que mandan- protestan por el abuso de poder que supone la invención de falsas notitiæ criminis pero no vacilan en practicar el mobbing con los jueces que no comulgan con sus criterios, y cuando no pueden frente a la honradez, la inteligencia y la decencia de aquellos, arremeten contra sus esposas, esposos o hijos. ¿Así quieren que se les reconozca su prestigio? ¿Qué prestigio?
La institución judicial está a salvo en Salta. Solo está atravesando una crisis de identidad en tiempos tan revueltos como los que vivimos. Necesita reformas y cambios estructurales, pero ciertamente no necesita que una elite conservadora, amante de las operaciones de poder y que opera en las sombras enviando editoriales a los diarios por debajo del poncho, diga a dónde deben apuntar estas reformas o a quién deben beneficiar. La reforma política del poder judicial no es un asunto que competa exclusivamente a unos jueces que juzgan la constitucionalidad de las leyes y de las acordadas que ellos mismos elaboran y que declaran inaplicables y de cumplimiento imposible las sentencias que ellos mismos dictan. ¡Estaría bueno que les dejásemos hacer a ellos también las reformas que se les ocurran! Al contrario, la reforma es un asunto que interesa a toda la sociedad y si a alguien no le gusta que así sea, pues ya sabe lo que tiene que hacer.
Cuando el prestigio personal es ya una causa perdida, a algunos solo le queda como única salida digna la de los actores del teatro clásico: hacer mutis por el foro; es decir «salir de escena» y dejar así que las hormiguitas viajeras de los pasillos de la Ciudad Judicial hagan el trabajo que ellos, por puro apetito de poder, no consiguieron hacer, que consiste en impartir justicia, dar satisfacción a las demandas ciudadanas, rendir cuentas y reflotar el prestigio de una profesión que ellos han contribuido a devaluar.