
En Salta, como sucede casi en todas las ciudades de la parte más pobre del país, la economía informal y sin controles de ninguna naturaleza ha ganado enormes espacios. La tutela de los derechos de los consumidores se ha vuelto papel mojado frente al incontenible empuje de estos negocios marginales, a los que no se les puede meter mano, no tanto porque el gobierno carezca de herramientas para hacerlo, sino por miedo a una «reacción popular en cadena».
No se puede ir contra el comercio ilegal, que emplea a trabajadores no registrados, que adquiere productos en mercados marginales, sin controles sanitarios o de seguridad de ninguna naturaleza, y que los vende con una enorme soltura a una nube de consumidores que jamás podrían aspirar a que su gobierno los ampare frente a los abusos, al trato indigno y a las amenazas contra su salud o su integridad física.
Por eso es que toda el arsenal legal del gobierno de Salta en materia de consumo está reservado para las pocas empresas -generalmente de capital foráneo- que buscan hacerse un hueco entre tanto tenderete y venta callejera.
Unos y otros cometen abusos, es cierto, pero mientras frente a los de uno los funcionarios hacen la vista gorda (porque Dios nos libre de atacar una «fuente de trabajo»), frente a los forasteros el celo administrativo es feroz, sin que al gobierno le importe la suerte de los puestos de trabajo legales y formales que tales empresas mantienen y desentendiéndose de la suerte de las inversiones. «Si se sienten perseguidos por nosotros y se van, es problema de ellos».
Todo podría ser incluso tolerable, si al Gobernador de la Provincia no se le hubiera ocurrido nombrar para el cargo de Defensor del Consumidor a un militante de la izquierda semidura de Salta, que piensa que conseguirá instaurar la dictadura del proletariado imponiendo multas a diestro y siniestro a bancos de capital extranjero, a empresas de telecomunicaciones, a supermercados, a grandes superficies comerciales, a fast-foods internacionales, a expendedores de combustible, a empresas de medicina prepaga de origen extranjero y a cuanto capital foráneo haya decidido sentar sus reales en la muy noble y muy leal ciudad de Lerma.
Al militante de la izquierda semidura no le importarán nada los abusos que sufren los consumidores a manos de vendedores callejeros, de pequeños comerciantes de proximidad y de todo aquel que esté libre del «estigma» del capital extranjero. Para todos ellos rige una amplia tolerancia y una amnistía decidida de antemano. Combatirlos a ellos no abatirá el tan odiado capitalismo. A los que hay que derribar es a los otros.
Evidentemente, aun con este desequilibrio, algunas empresas extranjeras deben de seguir ganando dinero en Salta, porque si fuera de otro modo, ya hubieran salido volando hace un buen rato. El anticapitalista altoperuano piensa que quien gana dinero en nuestra tierra lo hace siempre de forma ilegal y que, aunque no lo parezca a primera vista, si le buscamos la quinta pata al gato se la vamos a encontrar. No importa que las empresas extranjeras se sientan perseguidas por el gobierno: lo importante es que el combate al capital no se detenga ni por un minuto, pues la utopía -según entiende esta buena gente- está a la vuelta de la esquina.
No está lejano el día en que los salteños tendrán una economía totalmente libre del capital extranjero. Si por el actual Secretario de Defensa del Consumidor fuera, probablemente mañana mismo viviríamos felices en una economía de trueque, sin inversión, sin ahorro, sin empleo, sin cajeros automáticos, pero con emprendedores felices de vender productos de ínfima calidad de la forma más antihigiénica y desorganizada que sea posible. Sigamos penalizando a la inversión extranjera en nombre de la ideología y en poco tiempo nuestro sueño «liberador» podrá ser una realidad.