Gaby, Foffani y Suriani: Había una vez un circo

  • En nuestra sociedad, los moderados son los menos y tienen bastante menos probabilidades de conquistar en poder, especialmente allí donde la democracia se entiende como el derecho del más poderoso.
  • El combate ideológico en Salta
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Los argentinos en general y los salteños en particular parecen haber descubierto hace solo unos pocos meses los encantos del antagonismo ideológico. Lo cual es bueno, porque ello significa que el peronismo, que durante décadas ha venido encarnando la «síntesis movimientista» de los extremos ya no convence como antes a las masas, hasta el punto de que a muchos ciudadanos parece que se les ha caído la venda de los ojos.


Sin embargo, sea por culpa del peronismo o por causa de nuestra propia inclinación al atraso, los salteños llegamos un poco demasiado tarde al enfrentamiento de las ideologías. Sobre todo, cuando tres cuartas partes del mundo democrático ya han dado por superada esta dicotomía, y, si bien el antagonismo no ha desaparecido y de vez en cuando se recrudece, hoy los extremos cooperan o se suceden pacíficamente en las responsabilidades de poder y, últimamente, parecen incluso hasta unidos frente al enemigo común: el populismo.

Sucede en nuestro país que el peronismo y sus aliados estructurales (las sotanas, los uniformes y los overoles) se han encargado de vendernos durante años el cuento de la armonía bajo la comunidad organizada, que suena muy bien a ciertos oídos, pero que llevado a la práctica ha dado como resultado unas cuatro décadas de desencuentro fratricida.

Cuando hablamos de ideologías no hablamos de formas de pensar ni de opiniones políticas más o menos estructuradas. Hablamos más bien de la justificación filosófica de los gobiernos totalitarios. El pensamiento ideológico no es otra cosa que la negación explícita y directa del pensamiento político; aquello que contribuye a anular la negociación, el pacto y el compromiso que se encuentran en la base misma de la política.

La ideología, como se practica en Salta y en otros lugares, es no solo la reivindicación de una dirección total de la sociedad por el gobierno sino también el anuncio perpetuo de una profecía: la de que alcanzaremos la felicidad si somos capaces de prescindir de nuestra libertad y aceptamos organizar la vida de la forma en que el manual de la ideología nos dice que hay que organizarla.

La política, sin embargo, no nos conduce a ninguna tierra prometida. Es pura incertidumbre, pero así debe ser, pues las ideologías persiguen aspiraciones únicas mientras que las metas de la política son virtualmente infinitas y por ello mismo inabarcables con el intelecto.

Da la impresión de que el pensamiento ideológico en Salta está en batalla permanente con su antagonista; que todo se reduce a una pelea ruidosa entre «fachos» y «zurdos». Pero esta es una forma muy pobre de entender a las ideologías, puesto que sus feligreses (los podemos llamar así tranquilamente) no se solazan tanto atacando a quien está en el otro extremo, sino persiguiendo ferozmente -esta es su verdadera seña de identidad- a aquellos que defienden la idea de una diversidad de grupos sociales semiindependientes y que afirman la vigencia de los derechos del individuo. En otras palabras, que tanto «fachos» como «zurdos» tienen un enemigo en común al que atacan sin piedad: los moderados, que aman su libertad y persiguen objetivos políticos asequibles.

Lo curioso es que en todo esto, la democracia no tiene nada que ver. O, mejor dicho, tiene poco que ver, porque tanto unos como otros extremos son igualmente «democráticos», en el sentido en que reclaman para sí la audiencia y la simpatía de la mayoría. Y razones no le faltan. Ya decía Hannah ARENDT en Los orígenes del totalitarismo, que «es doloroso darse cuenta de que siempre van precedidos por movimientos de masas y de que 'disponen del apoyo de las masas y descansan en él' hasta el final».

Por eso, quizá, es que en nuestra sociedad los moderados son los menos y tienen bastante menos probabilidades de conquistar el poder y seducir a las masas, especialmente allí donde la democracia se entiende como el derecho del más poderoso. No conviene olvidar las palabras de ROUSSEAU cuando decía aquello de «el más fuerte nunca es bastante fuerte para ser siempre el amo, a no ser que transforme la fuerza en derecho y la obediencia en deber».

Entre Foffani y Suriani hay solo un pequeño salto de calidad, pues aunque sus ideas son ligeramente divergentes, ambos coinciden en algo fundamental sobre lo que ya razonó NAPOLEÓN: el futuro de la política consistirá en la organización de las masas dispuestas al sacrificio por un ideal. Los dos -Foriani y Suffani, o al revés- nos convocan a movilizarnos, a gritar, a patalear, a mechonear, a tumbar iconos y a orinarse en el contrario. Esa es la sociedad enloquecida y vulgar a la que aspiran.

Para todo lo demás está MasterCard, que entre nosotros recibe el doloroso pero ilusionante nombre de «política».

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