
Cuando leo que el gobierno provincial de Salta, a través de su Ministro de Gobierno, «avanza» en el consenso para reformar nuestra Constitución, y que tal «avance» se deduce simplemente del resultado de las conversaciones que un funcionario mantiene con representantes de los diferentes partidos políticos, compruebo hasta qué punto se ha empobrecido la política de Salta y me asombro por la enorme capacidad de distorsionar la realidad que tienen ciertos medios de comunicación.
Parece natural para mucha gente -no para mí- que sea el gobierno, el Poder Ejecutivo, el que se encargue de pilotar una operación de esta naturaleza, cuando, más que sujeto activo de una reforma de la Constitución, tiene todas la papeletas para ser sujeto pasivo del cambio constitucional, o cuanto menos, el principal objetivo a batir. Es sorprendente que suceda algo así por cuanto el «activismo» en esta materia le corresponde legalmente al Poder Legislativo, que es quien -además de la representación legítima de los ciudadanos- tiene la potestad exclusiva de sancionar la norma que declare la necesidad de la reforma.
Más natural todavía le parece a algunos el hecho de que los «contactos» se efectúen, no con los partidos políticos en sí, sino con unos cuantos militantes de estos, que invocan la representación de sus afiliados y simpatizantes, muchas veces sin tenerla de verdad.
Hay en Salta una miríada de partidos pequeños e insignificantes, sin peso electoral ni influencia política alguna. El 80 por cien de ellos son socios del gobierno con sueldo fijo. Sería absurdo que alguien pudiera hablar de «consenso» solo por haber conseguido sentar a la mesa a alguno de sus militantes y pedirles su opinión sobre un asunto que seguramente les interesa pero que no es, ni de lejos, competencia exclusiva de ellos.
En una democracia como la nuestra, los partidos políticos ejercen, entre otras importantes funciones, las de mediación y de expresión política, pero no representan a nadie (ni siquiera a sus afiliados), pues aunque están legalmente legitimados para proponer candidaturas y formar corrientes de opinión, la representación legítima se concreta en las instituciones del Estado, no en los partidos que son simplemente coadyuvantes, meros vehículos de representación, pero no la representación misma. Esto es algo que olvidamos con frecuencia.
Pero lo que me llama la atención especialmente es que cada vez que alguien intenta una crítica al «diálogo político» que practica el gobierno en Salta, siempre sale alguno diciendo que, además de los partidos, se va a convocar también a los sindicatos, a los empresarios, a las universidades, a los arquitectos, a los veterinarios, a los fisioterapeutas, a las psicopedagogas, a la Iglesia, a los fortines gauchos, a los caciques de comparsas y a los del cupo trans. Es decir, responden poniendo por delante el corporativismo, exaltando de este modo la doble condición política de quienes son ciudadanos y, al mismo tiempo, más ciudadanos que el resto por pertenecer a alguno de estos grupos «con voz» en nuestro particular gallinero.
No quisiera minimizar la importancia de los partidos políticos, pero pienso que hay que reconocer sin complejos el grado de deterioro que estos han alcanzado en Salta, en donde decididamente no funcionan, ni como expresión del pluralismo político o social ni como instrumento fundamental para la participación política. Sea de quien sea la culpa de este estado de cosas, lo que tenemos que aceptar -todos, incluido el Ministro de Gobierno- es que los partidos políticos de Salta ya no tienen ese peso específico notable en la configuración política e institucional de nuestra Provincia. Ya no son los «príncipes de la democracia» ni son la «pieza imprescindible» de la que hablaba Kelsen.
Por esta razón es que conferirles un protagonismo excluyente en el proceso de reforma de la Constitución no solo es exagerado sino que es claramente contraproducente.
Pérdida de confianza y nuevas referencias políticas
Los ciudadanos, en general, ha perdido la confianza en sus partidos y esta ruptura de las conexiones estables entre las bases y las cúpulas ha derivado en la búsqueda de nuevas fórmulas para que los ciudadanos puedan participar de la vida pública y, más concretamente, concurrir a los procesos electorales. Así como estamos mal acostumbrados al monopolio que todavía ejercen los partidos en materia de presentación de candidaturas a las elecciones públicas, peor habituados estamos a que se los considere el único canal de expresión cívica (quitando, por supuesto, el peso corporativo de los gauchos y los jefes de comparsas).Mi idea es plantear la necesidad de que un eventual proceso electoral para elegir los convencionales para una más que eventual reforma de la Constitución incluya la posibilidad de que las candidaturas sean presentadas por agrupaciones libres de electores y que se reconozca legalmente entre nosotros la figura del elector-candidato, como ocurre en otras partes del mundo.
Pero antes de llegar a ese punto, me gustaría advertir que en Salta hay foros libres y plurales, think tanks, grupos de reflexión y otras tantas instancias que están haciendo buena parte del trabajo que deberían hacer los partidos políticos y que, por las razones que son de todos conocidas, han dejado de hacer. Pienso que estos grupos tienen mucho que decir y que no se puede pensar, sin más, que por no tener una estructura asociativa, un sello, unas siglas y un lema, no merecen ser escuchados en un asunto tan delicado.
Pensar en que los ciudadanos puedan organizarse libremente para sustentar opiniones y presentar candidaturas constituye una apuesta decidida por una democracia participativa y deliberativa. Supone liberar una parte importante de nuestra energía política para que fluya y se exprese sin pagar peajes en estructuras jerarquizadas y rígidas como los partidos políticos tradicionales, que cada vez se han ido alejando más de la realidad de los problemas ciudadanos y han ido perdiendo legitimidad y utilidad a partes iguales.
Quiero ver en la crisis de los partidos una crisis civilizatoria y a una ciudadanía que lucha por encontrar salidas en el atasco y nuevas referencias políticas. Es por eso que veo como una oportunidad perdida que un funcionario se dedique a explorar consensos imposibles, sentando a su mesa a señores a los que, en su mayoría, solo les importan el control del aparato partidario y el aplastamiento de los disidentes, y que ven con lógica desconfianza el que los ciudadanos normales quieran presentar candidaturas independientes y, además, aspiren a canalizar la opinión política.
A una gran parte de los ciudadanos ya no se les puede pedir que conformen partidos para participar en la vida política de sus comunidades. Es como pedirles que se monten sobre un dinosaurio para atravesar una autopista en la que los demás van en coches eléctricos sin conductor. Es verdad que las agrupaciones de electores son, por definición, efímeras e inestables y que lo tienen más complicado que los partidos a la hora de acceder a la visibilidad y a los recursos institucionales, pero no por ello se las debe despreciar y descartar su influencia en el juego político.
Las conversaciones están muy bien -siempre lo han estado en política- pero la gran conversación es el voto, que nosotros utilizamos siempre como punto de llegada y jamás como punto de partida.
Es decir, que si alguien quiere saber la opinión de los ciudadanos, en lugar de llamarlos uno por uno (lo cual no solo es difícil sino que es muy lento), o llamar a sus jefes (ideológicos, religiosos o profesionales), lo mejor es llamarlos a votar, permitirles que se expresen en las redes sociales hasta quedar exhaustos, dejarles que ocupen las calles y plazas, para protestar o para lo que sea. Es decir, no demostrarles que tenemos miedo a que salgan y digan lo que tengan por conveniente decir. El temor a la expresión libre desfigura a la democracia y deja retratado -normalmente como un político antiguo y rígido- a quien recela de lo que puedan hacer los demás con su libertad.
Conclusión
En resumen, que una reforma constitucional es una oportunidad para demostrar ciertas cosas que otros procesos políticos no permiten, como por ejemplo, nuestra real vocación por una democracia participativa y pluralista. Si realmente estamos comprometidos con este estilo de democracia, no podemos «buscar consensos» ni presumir de ellos, pretendiendo conformarlos a partir de consultas superficiales con los partidos o las corporaciones, o peor aún, con las pequeñas oligarquías enquistadas desde hace décadas en sus direcciones. Hay que movilizar mucho más a la sociedad y hacerlo allí donde la sociedad exhibe una mayor dinámica.El referéndum constitucional es una idea estupenda, pero poco se podrá avanzar si dejamos en manos de los partidos las campañas y la orientación de la opinión. La convención constituyente, si es que alguna vez hay una, será inútil si en ella se sientan solamente representantes de unos partidos que ya no sirven ni para cebar mate y se deja de lado a una enorme cantidad de ciudadanos que pretende participar sin ataduras y sin someterse a internas, a pasos y a otras disputas propias de las trituradoras partidarias.
Animémonos a dar la palabra a los interesados, pero a todos ellos, no solo a los que llevan poncho o a los que pagan religiosamente la cuota del COPAIPA.