
La relación entre el Gobernador de la Provincia y los intendentes municipales, de cualquier signo político que sea, ha estado determinada por el enorme poder taumatúrgico de la chequera que celosamente maneja el gobierno provincial.
Hace algunos pocos años, Juan Manuel Urtubey tuvo la poca feliz idea de sentar en el Ministerio de Gobierno a un señor que se dedicó a jugar con la autonomía municipal como mejor le vino en gana, atrayendo a los intendentes no solo con jugosas partidas del presupuesto sino esperándolos en su despacho en donde tenía montado un set fotográfico en el que los que aceptaban el cheque para poder sobrevivir se tenían que tomar una instantánea con el funcionario delante de un cartel que publicitaba las candidaturas kirchneristas.
El experimento funcionó de maravillas hasta que el dinero comenzó a escasear y los incautos intendentes comenzaron a sospechar de la sinceridad del cariño tan arrobador que decía sentir por ellos el poder. A poco de comenzar la crisis financiera, tal y como sucede en los matrimonios mal cohesionados, se dieron cuenta de que el amor se había acabado y que no hay personas felices allí donde no se comen perdices.
Un poco más tarde, los atribulados intendentes descubrieron que el dinero con que untaban sus arcas, no provenía del acierto recaudador del Gobernador de la Provincia sino de la generosidad, sujeta a condición resolutoria, del gobierno nacional, que es quien en realidad ponía los recursos para que en los pueblos se nivelaran las calles o los líquidos cloacales no fueran a parar a los pozos negros y dejaran de fluir por los grifos.
Es decir, que mientras hubo con qué, Urtubey era el rey mago que sacaba oro, incienso y mirra de sus alforjas. Ahora que no hay, el rey mago no ha tenido más remedio que repartir las culpas más allá de los límites señalados por la Estrella de Oriente, porque si no lo hacía de otro modo su sueño presidencial se iba a desmoronar más pronto de lo que se calculaba.
También han descubierto los intendentes que es a costa del bienestar de sus vecinos que se financia la campaña presidencial del Gobernador de la Provincia; que los viajes del avión oficial, que pagan todos los salteños, y las apariciones del mandatario en los medios nacionales, los pagan doble quienes viven en poblaciones medianas y pequeñas, en donde falta casi de todo.
El aparato financiero del gobierno de Salta es un castillo de cristal, no precisamente por ser transparente, sino por su enorme fragilidad. Los intendentes acaban de descubrirlo y se aferran al cuento de los derechos adquiridos, con el que algunos legisladores irresponsables intentan acunar sus sueños.
Lo bueno que tiene esta crisis es que algunos intendentes -no todos- descubrirán que la legitimidad de un gobernante no se mide por la cantidad de obras que empieza o que termina, ni por los metros cúbicos de cemento que procesa la hormigonera municipal, sino por otros indicadores, quizá un poco menos «materiales», como su capacidad de escuchar a sus convecinos, su disposición a alcanzar compromisos políticos que permitan mejorar la convivencia o su forma justa de resolver los problemas cotidianos.
Si contra alguien tienen que protestar los intendentes por sus penurias económicas, seguramente ese alguien no es Macri ni el gobierno nacional. Es mucho más práctico, de todo punto de vista, buscar al responsable un poco más cerca. Algunos incluso se sorprenderían al saber cuán cerca está el autor de todas nuestras desventuras.