
Eran muy pocas las esperanzas de que los senadores nacionales por Salta -ninguno de ellos un dechado de virtudes intelectuales- se lucieran en el debate parlamentario sobre el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, pero es verdad que muchos confiaban en que los tres representantes del Estado provincial en la cámara alta del Congreso Nacional hicieran mejor papel que los cuatro diputados que hablaron (o, mejor dicho, balbucearon) en la histórica sesión de mediados de junio pasado, que, a decir verdad, dejaron el listón bastante bajo.
La confianza se ha desvanecido en cuestión de minutos, pero ha servido al menos para confirmar o descubrir -según el caso- la existencia de una enorme y profunda brecha entre Salta y el resto del país, que no se mide por el diferencial del producto bruto, ni por su desarrollo tecnológico, ni por la modernidad de sus infraestructuras, ni por los niveles de desarrollo humano. El problema es fundamentalmente de naturaleza mental. Y no nos animamos a reconocerlo.
Puede que siempre haya habido un gap en este sentido, pero de lo que no se puede dudar es de que la distancia mental que hoy separa a Salta del resto del país, del país «razonable», de la Argentina discretamente moderna y esforzadamente progresista, es hoy más grande que nunca.
El fracaso de la política provincial, su encierro en el provincianismo estéril, el avance incontenible del salteñismo orgulloso de todo con base en la nada, el deterioro de la educación, la vulgaridad cultural o la imperdonable mediocridad de los medios de comunicación pueden estar detrás de este fenómeno, pero lo que es indiscutible es que no ha sido una causa única la que ha provocado que los principales representantes políticos de Salta piensen y actúen en el siglo XXI con los mismos esquemas y las mismas herramientas que quienes ejercieron la misma representación en el siglo XIX, pero con mucho menos vuelo intelectual.
Si, como ha dicho una vibrante y estupenda Susan Sarandon (a quien recuerdo perfumando delicadamente su cuerpo con una rodaja de limón ante la mirada deslumbrada de un encanecido Burt Lancaster en Atlantic City), o han subrayado los miles de activistas por los derechos de las mujeres que reaccionaron ayer a la convocatoria de Amnesty International, el mundo está viendo a nuestros senadores, ese mundo atento ha podido darse cuenta con un mínimo esfuerzo que los senadores por Salta y los de otras provincias igualmente pobres y marginales, con independencia de cuál sea el sentido de su voto, poseen una cultura política y jurídica por debajo de la media.
Pienso sin embargo -y me puedo equivocar- que Salta y su sociedad están perfectamente representadas -casi retratadas, diría- en las personalidades superficiales, en la mojigatería resplandeciente y en las atroces vacilaciones de Romero, de Urtubey y de Fiore, a quienes más no se le puede pedir. Es decir, son «inmejorables» en el peor de los sentidos.
Pienso también que los salteños, que solo hace treinta años atrás tenía muy poco que envidiar a sus compatriotas del sur del país, hoy viven felices sintiéndose diferentes, aunque esta diferencia sea dictada por el atraso mental. Al fin y el cabo estamos en este mundo para buscar nuestra felicidad. Algunos la alcanzan esforzadamente con el progreso, otros -como en nuestro caso- con la comodidad del atraso. Y a esto hay que respetarlo. Fiore, Urtubey y Romero no solo lo respetan sino que lo honran, cada uno en su medida y armoniosamente.