
No se necesita haber cometido actos de corrupción para ser cómplices del delito, así como no es necesario empuñar el arma asesina para que uno sea considerado responsable penal por complicidad. Basta, en cualquier caso, con cooperar a la ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos. Los actos posteriores, como se sabe, están generalmente comprendidos en (y castigados) por la figura del encubrimiento.
Por tanto, no vale como excusa ampararse en los actos posteriores -por ejemplo las denuncias extemporáneas de la corrupción pasada, los repudios o los desafueros in extremis- si con anterioridad a los hechos, o en el momento de cometerlos, alguien se encontraba cooperando de alguna manera con el corrupto. Y tan reprochable como esto último es que el corrupto cooperase a su vez con ese alguien, brindándole un apoyo político que debió ser rechazado.
Desde luego, la cooperación criminal difiere de lo que podríamos llamar la cooperación política. La primera requiere de actos materiales concretos y una actitud deliberada, pero la segunda es mucho más sutil pues abarca también la negligencia política y, sin dudas también, la mera simpatía o el apoyo institucional al ejecutor de los actos de corrupción.
Ciertos delitos pueden ser invisibles para una gran mayoría de ciudadanos, pero jamás para quien ocupa altas responsabilidades en el Estado. Aun el responsable político más despistado, el más ingenuo, tiene el deber moral de enterarse y darse cuenta de lo que pasa a su alrededor.
Y, si sabiendo lo que pasa a su alrededor, no se desmarca de la corrupción, pero no después, sino en el momento en que se entera, estamos sin dudas ante un cómplice político de la corrupción.
Su silencio lo condena, sea lo que sea lo que haga después.
