Hablemos, si quieren, de la 'Salta republicana'

  • El autor de este artículo expresa nuevamente su desconfianza hacia los planteamientos de un sector bastante caracterizado de la política de Salta que apela a los 'valores republicanos' como argumento central para el rescate de las instituciones provinciales.
  • Ahora, la república mal entendida
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En alguna ocasión, un señor de Salta puso el grito en el cielo porque a alguien se le había ocurrido hablar de la existencia de una 'Salta montonera', que aquel señor negaba entonces y, me imagino, sigue negando con parecida o idéntica convicción.


A decir verdad, era tan pueril la tesis de la mentada Salta montonera, que a aquel buen hombre que reaccionó contra ella le resultó bastante fácil desmontar el argumento histórico mayor.

Transcurridos algunos años de aquella polémica -estéril para mi gusto- alguno de sus protagonistas ha vuelto a la carga con la propuesta de una imaginaria 'Salta republicana', que tiene casi todos los elementos mágicos e irreales de la vieja nunca demostrada 'Salta montonera'.

Para empezar, tendríamos que reconocer que el uso político que hacemos de la idea de república es muy deficiente, cuando no interesadamente distorsionado. Nadie sabe muy bien en lo que consiste la república, como lo demuestra la permanente confusión de sus valores con los que singularizan a la democracia o definen inequívocamente al Estado de Derecho.

En el saco sin fondo de la república acostumbramos a meter de todo un poco, generalmente lo que más nos conviene en un momento determinado. Más o menos como Uncle Leo, que etiquetó como antisemita a un cocinero que le había preparado una hamburguesa muy cocida cuando él la había pedido poco hecha, y solía colgarle la misma etiqueta a cualquiera que no siguiera a pie juntillas sus deseos.

Con los ideales republicanos pasa un poco como con las personas de «mente abierta». Tendemos a considerar que un congénere nuestro tiene la mente abierta solo cuando sus ideas concuerdan con las nuestras. Si sucede al contrario, ese mismo congénere se convierte automáticamente para nosotros en un obtuso de mucho cuidado.

Pero la invocación del republicanismo es tan pobre entre nosotros, que se olvida de recordar, muchas veces por pura pereza, que muchos de sus valores intrínsecos (por ejemplo, la igualdad, la unidad, la ausencia de discriminación y de privilegios) también forman parte de los ideales de las modernas monarquías parlamentarias limitadas, que por lo general -y esto lo puedo decir con una gran tranquilidad y conocimiento de causa- funcionan mejor, en la práctica, que muchas repúblicas que se llenan la boca hablando de principios que jamás se respetan.

Lo que pretendo decir es que quienes en Salta se proponen hoy bloquear una reforma, o propiciarla, en nombre de los valores republicanos, sostienen una visión conservadora de la política y de la sociedad en la que viven. No dudo de que esté bien rescatar los valores republicanos (siempre a condición de que sepamos identificarlos y no los confundamos con otros). Lo que digo es que, a la vista de lo que tenemos, se hace necesario abandonar esta visión estática de la república -la que forjaron los padres fundadores- en beneficio de un republicanismo de nuevo cuño, de una república dinámica y flexible que se haga cargo de las transformaciones operadas en el seno de la sociedad, de su creciente fragmentación y de las tensiones e inequidades que han provocado los largos años de funcionamiento deficiente de las instituciones de la república clásica.

Tiendo a pensar que el «debate profundo y maduro» que se nos propone consiste en explorar las vías para volver a ser lo que alguna vez fuimos o para intentar llegar a ese paraíso que nos vienen prometiendo desde hace más de un siglo y medio. Jamás he oído a alguien proponer encontrar el camino que nos ponga en la órbita del futuro, con instituciones nuevas -no simplemente mejoradas- que den respuesta a las nuevas inequidades, a las nuevas necesidades, a través de nuevas protecciones y nuevas seguridades. Para decirlo en palabras más breves: no hay quien proponga una nueva república.

Se justifican estos inmovilistas diciendo que hay que acometer con premura la solución a los problemas de «la Salta real», afirmación que se aproxima, por su simpleza, a una verdad de perogrullo. Desde luego que cualquiera podría suscribir aquello de que «Salta necesita otra cosa». Pero más valiente es comenzar por señalar qué es lo que Salta ya no necesita; es decir, marcar qué instituciones, qué comportamientos y qué procesos son los que están entorpeciendo la retrasada llegada de la «novedad».

Señalar a los jueces y al tribunal electoral es una salida muy fácil y hasta muy obvia. Denunciar los abusos del régimen silenciando el nombre de sus personeros también lo es. Pero en Salta hay responsables de nuestros males con nombre, apellidos y domicilio conocido. La credibilidad de quien elabora el diagnóstico, sin identificar al agente patógeno, queda así, pues, en serio entredicho.

Hay muchas cosas que se podrían hacer y decir en relación con esta tarea pendiente. Pero si hay una que en estos precisos momentos reclama mi atención esa es la del papel de la escuela pública en la definición y afirmación de los valores de la república, especialmente los de igualdad y no discriminación. Es lamentable que en este momento algunas de nuestras instituciones republicanas más prístinas estén intentando eludir el cumplimiento de una sentencia judicial para que la escuela a la que acuden los niños salteños siga siendo el refugio de la desigualdad y la fuente de las primeras discriminaciones que enfrentan en su vida quienes asoman a la ciudadanía.

Nuestra escuela, a imagen y semejanza de lo que sucede en otros países del mundo, es un gran revelador de las tensiones que atraviesa nuestra sociedad y de las inequidades que la marcan. La progresiva desintegración de los vínculos sociales, producto de los largos años de crisis vividos en democracia, no ha dejado a la escuela a salvo. La sensación de desesperanza, el aumento de las desigualdades y la prevalencia del determinismo social, así como la incapacidad colectiva para evitar el abandono escolar endémico de una parte de nuestra juventud y el fracaso de los objetivos docentes, han socavado la misión de igualdad de nuestra escuela.

La discriminación, la brecha entre los valores declamados y las realidades experimentadas, la pérdida creciente de la identidad y el extravío de las veleidades comunitaristas también han debilitado el potencial de la escuela en su tarea de erigir la fraternidad como valor central de nuestra república.

Frente a la insolencia de algunas instituciones provinciales como la Cámara de Diputados o la Cámara de Senadores, que pretenden poner por delante las costumbres ancestrales de los salteños para eludir el cumplimiento de una sentencia judicial pronunciada en nombre de la igualdad de todos los argentinos, los «republicanistas» salteños no han dicho una sola palabra, ni se prevé que la digan. Nadie aspira a que maldigan a gauchos, a curas y a cordobeses emigrados en Salta; la sociedad simplemente espera de ellos que subrayen a sus conciudadanos que, para responder al desafío republicano, la escuela se encuentra en la primera línea de combate y su misión primordial y profunda, la que debería llevar a cabo con firmeza, se basa solo en dos pilares: discernimiento y pedagogía.

La república, entendida solo como una herencia del pasado, más que una solución, es un problema de cara al futuro. Es preciso darse cuenta que ha sido la invocación vacía de la igualdad la que nos ha conducido a la fractura social y a los crecientes niveles de inequidad que vivimos. La nueva república debe estar inspirada en nuevos valores y nuevos principios que sean consistentes con la realidad que vivimos ahora, no con la que vivimos en el pasado y cuyas disfuncionalidades no pudimos solucionar en el tiempo que tuvimos para hacerlo.

Si de verdad la intención de algunos es la de hacer oír su voz para construir una Salta justa y republicana, es necesario recordar a esta buena gente su deber de escuchar también las voces de otros, y no encerrarse en el silencio o en la indiferencia frente a quienes -como yo, por ejemplo- no piensan igual que ellos.

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