
Es comprensible y hasta razonable que la legión de seguidores y admiradores del Gobernador de la Provincia de Salta -que es cuantiosa- celebre con júbilo cada una de sus frivolidades y considere una conquista sus progresos en el terreno de la opería y la figuración, incluso en el terreno internacional.
Es razonable, hasta cierto punto, porque, en el fondo, tanto seguidores como admiradores no lo ven ya como el Gobernador que es sino como un personaje de la tele, un comediante que entra y que sale a voluntad de nuestras pantallas, como lo hacen los astros más luminosos, y que, como ellos, no tiene otra responsabilidad en la vida más que entretener.
Pero sucede que el Gobernador de la Provincia es la institución más importante que tiene Salta, si es que tiene alguna. El ejercicio del cargo trae aparejada una responsabilidad grave, intensa y de cumplimiento ineludible, que no es desde luego compatible con el abandono del cargo durante dos semanas (ni por permiso de paternidad) ni con las vacaciones acomodadas en el verano europeo.
El problema no es la liviandad con que el Gobernador se toma la responsabilidad que ha asumido, ni menos aún la alegría con que una mayoría adormecida de salteños y salteñas disfruta de sus piruetas mediáticas, mientras el país está en llamas. El verdadero problema es la asombrosa miopía de sus opositores políticos y sociales; especialmente la de aquellos que se dicen a sí mismos «observadores» de la calidad institucional de Salta y que, por lo que se aprecia, no son capaces de ver desde sus foros opacos a un elefante a metro y medio de sus narices, ni tampoco les importa el grave deterioro de la calidad institucional de la Provincia que se produce cuando el Gobernador se ausenta del territorio durante más de dos semanas, sin avisar, sin publicar previamente un decreto, sin justificar sus desplazamientos, para hacer de su vida un espectáculo de circo, y en otro continente.
¿Dónde están los críticos, los columnistas filosos, los aplicados pedidores de informes de transparencia? ¿Se han esfumado, o es que ellos también se han tomado sus merecidas vacaciones «institucionales»? ¿Por qué, con la complicidad de la prensa más liviana, guardan silencio frente al atropello al sentido común que supone ver al Gobernador de una de las provincias más pobres del país pavonéandose por las calles más caras de Madrid, disfrutando de anchas vacaciones en Europa, como muy pocos millonarios pueden hacerlo?
La clave de la calidad institucional no se encuentra tanto en los comportamientos corrompidos de los que conforman las instituciones y las dirigen, sino más bien en la renuncia activa o pasiva de los que tienen el deber de controlarlos y de denunciar los abusos y los excesos. Cuando ellos desaparecen, la calidad institucional está condenada de forma inexorable.
En estos días tan bochornosos para la Provincia de Salta, en los que no hay ni mando ni autoridad y la mayor parte de la gente ha estado pendiente de la carrera presidencial del hombre que ha destruido lo poco que de bueno había, no se ha levantado ni una sola voz para preguntar ni siquiera ¿dónde está el Gobernador? ¿qué hace?
¿Es que acaso este señor ha conseguido domesticarnos y, a fuerza de insistir, ha conseguido que dejemos de preguntarnos dónde está o qué hace cada vez que desaparece de Salta?
Nadie, ni sus más enconados críticos han salido a denunciar la poca vergüenza de quien, frente a la certeza incontestable de que su provincia es una ruina y que sus habitantes son víctimas silenciosas de sus fracasos y sus desaciertos, ha tenido la valentía de decirle: «Lo que usted está haciendo es faltarle el respeto al pueblo que lo ha elegido para gobernar».
Pero antes de exigir al Gobernador que renuncie por el uso desviado del poder que está haciendo, sería de largo mucho más útil para la calidad institucional de Salta pedir la disolución inmediata, por inútil y pomposo, de aquel foro de observadores de la calidad institucional, que ve lo que le conviene y cuando le conviene, y que frente a la injusticia, a la calamidad y al descarado abuso de las funciones públicas se encierra en su propia pequeñez, como las sectas más opacas de los años setenta, y convalida con su calculado silencio las más abyectas prácticas del poder absoluto.